El misterioso cadáver del Château des Penthes

arbre à penthes
Basado en hechos reales.

Este árbol  fue plantado hacia 1870 en  Ginebra, en el parque del Château des Penthes (entonces  privado, hoy público).  La mañana del  seis de octubre de 1993, a eso de las 10:15, un estallido  salvaje se dejó oir por el vecindario.  Cuando las fuerzas del orden llegaron al castillo,  del árbol quedaba lo que se ve en la foto. Cuarenta y tres metros cúbicos de astillas habían salido volando por los aires (literalmente), para ir a caer  sobre  determinado inmueble de la ciudad….

Preguntas:

1.  El árbol en cuestión

  • Era un manzano de la variedad “tabardilla”
  • Era un cedro del Líbano
  • Era un baobab (imbondeiro)
  • Era una secuoya
  • Ninguna de las anteriores respuestas es correcta

2. Procedía de

  • Oriente Medio
  • La costa del Pacífico
  • Orense
  • Angola
  • Ninguna de las anteriores respuestas es correcta

3. La causa probable de la muerte fue

  • Una carga de dinamita
  • Varios  gin-tonics
  • Un rayo
  • Varias motosierras + trituradora
  • Ninguna de las anteriores respuestas es correcta

4. Tras lo sucedido estaba

  • J.F., propietario del parque, tratando de aparcar marcha atrás el coche
  • O  Exército Guerrilheiro do Povo Galego Ceive
  • Hezbolá
  • Júpiter Tonante
  • Ninguna de  las anteriores respuestas es correcta

5. El inmueble en que cayeron las astillas  resultó ser

  • El Centro Gallego en Ginebra
  • Le Palais des Nations
  • La Embajada de los EEEUU
  • La Parroquia de St. Gervais
  • Ninguna de las anteriores respuestas es correcta.

ANIMAMOS A LOS LECTORES DEL BLOG A ENVIAR CUANTO ANTES SUS RESPUESTAS. Todas las combinaciones son verosímiles, pero sólo una es la verdadera.
EL PRIMERO QUE ACIERTE SE LLEVA UNA BOTELLA DE VINO DE LRO  (que se embotellará –si para entonces queda algo de vino en la barrica- allá por junio).

Higos negros de Liotard

Liotard, figues noirs et poiresJean-Étienne Liotard pintó este cuadro a los 80 años.  Vivía entonces en una  gran casa de campo próxima a Ginebra, su ciudad natal, a donde había vuelto después de toda una vida rulando por las cortes de media Europa, desde Constantinopla hasta Londres, pasando por Versalles, La Haya, Viena.
Liotard ha retratado a reyes, emperadores, aristócratas y buenos burgueses.  Ha conseguido reunir un cierto capital. Vive tranquilo, retirado en la aldea de Confignons, y, al decir de algunos, reintegrado a la religión calvinista de sus padres (refugiados hugonotes, como tantísimos otros, a los que Ginebra debe su buena fama  hortícola y viticultora). Liotard tiene un hermoso jardín. La vista, más allá de los muros, es un paisaje de viñedos y frutales. No sabemos realmente lo que Liotard pensaba entonces, si echaba de menos o no las recepciones en el Hofburg,  las soirées en las Tullerías, o los reflejos de la luna sobre las aguas del Bósforo… Sí sabemos, en cambio, porque él se preocupó de hacérnoslo saber, que un día de agosto o septiembre, ya muy anciano, contempló un puñado de higos sobre la mesa y sintió la necesidad loca de pintarlos, es decir, de hacer que perdurasen en el tiempo. Higos de montaña, llamados «higos Nordland», de piel morada o violeta, casi negros, muy plantados junto al  lago Lemán y más al sur (sureste), en el Valais, tierra de albaricoques, ciruelas, manzanas y peras… Los higos Nordland aguantan hasta -15 grados bajo cero, incluso un poco más si la tierra drena perfectamente y la higuera está plantada en empalizada, contra un muro orientado al sur.  Quizá fueran también Nordland, o de alguna variedad parecida, las higueras que hizo plantar en su palacio de Potsdam Federico II el Grande, protegidas por aparatosos bastidores de madera y cristal.
Los higos de Liotard, sin embargo, tenían que ser para él algo más que una fruta sabrosa. Los pintó con la misma aplicación, la misma consideración, con la que años antes había pintado al Delfín o a la Emperatriz de Austria. Quizá más. Como los claveles y lilas que pintaba Manet al final de sus días, o los bodegones esquemáticos del casi nonagenario Renoir ( el pincel atado con vendas a su mano derecha, petrificada por la artritis), pintar flores y fruta a las puertas de la muerte  tiene mucho de acción de gracias, o mejor, de silenciosa declaración de fe:  fe en la vida tal cual la vemos y deseamos todos, creyentes o no, sin necesidad de sobreponerle mensajes cifrados.  Junto a los higos Liotard pintó también dos peras y un trozo de pan, una servilleta bien doblada y el mango de un cubierto, todas estas cosas con una perspectiva extraña, forzada, quizá con la intención de ver más y mejor (todos los puntos de vista a la vez) y de ayudarnos a nosotros – amigos lejanos-  a  mantener viva su admiración.

NOTAS

Sobre la (presunta) relación entre el despojamiento de estos bodegones tardíos y los austeros valores calvinistas:  Cl.Sttoulling,  «Natures mortes», p.110, apud Jean-Étienne Liotard dans les collections des Musées d´art et d´histoire de Genève. Somogy Ed., Paris 2002. A saber si esa relación estaba en la cabeza del pintor (además de en la del crítico del s.XXI). Lo único que nosotros vemos es esto: media docena de higos y peras en sazón, que un hombre ya muy mayor acaba de ordenar amorosamente sobre la mesa.

Para el que tenga interés en el cultivo del higo allende los Alpes, adjunto el enlace a un forum muy chusco que acabo de encontrar, y que se abre con el comentario de un «fig fan from Germany» (sic),  sorprendido al enterarse de que hay higos en Prusia:  
http://forums.gardenweb.com/forums/load/fig/msg1015515611539.html?13

En los terrenos del «château» de Confignon (la que fuera casa de Liotard) se siguen cultivando viñas y frutales.  Una enorme higuera crece a pocos metros de la parada del tranvía.

Ballena varada en el parque

           otoñoinviernoprimavera……….Un haya caída. El leñador ha ido girando amorosamente cada troza, y el resultado es esa especie de columna vertebral. Alguien en el servicio de «espacios verdes» del ayuntamiento de Ginebra decidió dejar ese mamotreto en su sitio.  Como una ballena varada. Las hojas de las restantes hayas lo cubren en otoño-quizá clones suyos, pues el tocón retoña a placer-, la lluvia y la nieve lo empapan después, los excrementos de los pájaros lo pintarrajean de blanco en abril; los yesqueros, duros como piedras, se van formando en cada corte.  Y cuando alguien encuentra por el paseo la correa perdida de un perro, o un zapato de niño, o un llavero  o un teléfono móvil…lo recoge y lo deposita sobre el haya, por si el dueño, al darse cuenta, volviera al parque a buscarlo .

Rousseau pour tous?

2012

Este año 2012 se celebra el tercer centenario del nacimiento en Ginebra de Jean-Jacques Rousseau: “Rousseau pour tous” es el lema de la campaña, extremadamente elogiosa,  que los ginebrinos han puesto en marcha para honrar a su conciudadano. En LRO somos más de M. Voltaire (por razones que enseguida se explican), pero hoy toca dedicarle unos minutos a Juan Jacobo, filósofo del «retorno a la Naturaleza», aunque sólo sea para intentar dar del personaje una visión diferente de la oficial y políticamente correcta.

 Rousseau sólo me resultaba atractivo cuando tenía (yo) veinte años. Ahora paso de los cuarenta y, la verdad, ya no me creo que el hombre sea bueno por naturaleza ni que las instituciones sociales sean las causantes de su perdición. Encuentro pretencioso que alguien asegure tener todas las respuestas para todas las preguntas, que diga defender la Libertad pero critique con encono a los que no la usan como él quisiera, y sospecho sistemáticamente de los que proclaman la superioridad de las emociones sobre la razón, el todo (la nación) sobre las partes (cada individuo), los ideales abstractos sobre la realidad imperfecta….  Prefiero a  su contemporáneo Voltaire, ¡mil veces!, que a muy pocos kilómetros de la ciudad natal de Rousseau, en la comuna fronteriza de Ferney, consagró su tiempo y su dinero a abrir caminos y construir fuentes, casas, un hospital, una granja y varios talleres; consiguió aumentar el rendimiento de las tierras de labor y  organizar la comercialización de sus productos, mejorando con todo ello en muy pocos años las condiciones de vida de los habitantes de la comuna, quienes, según cuentan las crónicas, lo adoraban, hasta el punto de que cuando no podían darle un beso directamente a él se lo daban al caballo de su carruaje… Y todo ello sin aburrirnos elucubrando sobre la perfección moral del  buen salvaje, o del labriego analfabeto, frente al  vicioso y degenerado hombre moderno, etc.  Por eso el joven Rousseau, idealista pero inútil, que miraba más hacia atrás que hacia delante,   encontraba detestable al viejo Voltaire: materialista, corrompido por el amor a la ciencia, al arte y al teatro, bon vivant sin disimulo…

Ahora bien, ¿puede declarar uno su lealtad a los verdaderos ilustrados, -esos que miraban hacia delante…- y, al mismo tiempo, reconocer los límites de la idea del progreso tal como ellos la parieron  y  llegó, prácticamente sin cambios, hasta la generación de nuestros padres?. Quiero creer que sí. No presto mucha atención a los que me dicen que nuestro sistema de vida occidental está podrido y que mejor nos iría viviendo “integrados en la naturaleza”, como los jíbaros del Amazonas, o los nativos de Guinea Papúa etc, etc. Aguzo el oído, sin embargo, cuando oigo a alguien explicar por qué la destrucción de la naturaleza en nombre del crecimiento y la productividad ilimitada es una conducta irracional que nos lleva a todos -los de este hemisferio y los del otro- al mismo callejón sin salida. Es decir, que son los argumentos científicos, económicos, racionales e ilustrados en última instancia, y no la fácil poesía campestre (no sé cómo referirme a esa actitud, que siempre me ha parecido reaccionaria), lo que yo quisiera defender también aquí. Por ejemplo, si hay que promocionar la agricultura ecológica no es –al menos en mi caso- porque quiera reverenciar a la Pachamama y conectarme con las fuerzas cósmicas, sino porque no hay otra manera de producir racionalmente a día de hoy. En LRO sólo tiene sentido producir-conservando, o bien conservar-produciendo, que lo mismo da.  Y me gusta pensar que si M.Voltaire siguiera  hoy al frente de sus fincas de Ferney las inscribiría sin dudarlo un segundo (¡quién sabe!) en el registro de producción ecológica de su Departamento…

Rousseau en cambio, apóstol de la vida “natural”, no debía de saber ni cuándo se plantan los ajos. Apóstol de la pureza y la inocencia de los niños, abandonó en el hospicio sin pestañear a los cinco hijos que tuvo con su lavandera. Criticaba con virulencia a los aristócratas, pero aceptaba de buen grado que le mantuvieran…. Lo que a Jean-Jacques le iba era pasear por los prados, recoger hierbas, meditar, extasiarse; regresar después a casa -al chateau del Marqués de Girardin, por ejemplo, que le había ofrecido su hospitalidad en Ermenonville-, olisquear las flores del camino, saludar quizá a algún jornalero miserable con el que se cruzara (y al que, por cierto, este apóstol de la soberanía popular /nacional negaba el derecho a voto, al igual que a las mujeres), y a media tarde, ya descansado, bajar a merendar con la señora de la casa, escribir,  tocar un poco la flauta.

Más allá de su crítica al poder establecido, Rousseau era, de hecho, profundamente anti-ilustrado. Este blog «campero» no es el lugar indicado para discutir  las aportaciones  de Rousseau (confusas, contradictorias) al debate político de su tiempo.  Pero sí podemos dejar apuntado lo más evidente, que todas sus ideas -políticas, filosóficas, pedagógicas, al menos hasta donde yo recuerdo- parecían partir de un mismo impulso: la búsqueda de la «pureza original», o como quiera llamársele, que acabó convirtiéndose en uno de los dogmas del siglo, y que tuvo su reflejo incluso en  la historia del paisajismo (…esos jardines impostados, falsamente silvestres, «sublimes» y «naturales» que empezaban a hacer furor por entonces). Su insistencia en «volver a la Naturaleza», el lirismo arrebolado de algunos de sus textos, radicales y apasionados, encandilaban a muchos aristócratas ociosos que ya habían sido ganados por la estética prerromántica, y que con un candor que después se repetiría no pocas veces en la historia, se disponían a encender la  llama de la Revolución… Revolución que terminaría llevándoles a todos ellos (et pour cause!) a la guillotina .

Acabo. No puede serme simpático este hombre porque –aún dejando aparte sus incoherencias y sus neuras-  a mí ya sólo me interesa  lo que uno hace o deja de hacer. Las cosas concretas, útiles y objetivamente buenas, sean grandes o pequeñas, pero tanto mejores cuanto más fácilmente puedan transmitirse, es decir, enseñarse. Y la compra de LRO ha reforzado esta forma de pensar. “Ya conoce usted a Fürnstein, el llamado poeta de la naturaleza –le decía Goethe a su discípulo Eckermann- …Ha escrito un poema sobre el cultivo del lúpulo que es algo insuperable…”.  Pues eso.

El misterio de los encapuchados (y 2)

Marzo 2012

(Continuación de la entrada publicada el 1-12-11).

Ante los MILES y MILES de peticiones que he recibido solicitando nuevos datos  (y ante la velocidad a la que se están cepillando a los “encapuchados” en este pueblo…), vamos a adelantar un par de semanas la solución al misterio. Primero unas pistas: 1- Junto a los extraños petits hommes escapuchados crecían también estos otros personajes no menos enigmáticos, tapados con una especie de capirotes hechos con ramas de abeto. Entre las ramas, con dificultad, asoma alguna que otra hoja de forma reconocible… 2- El huerto está junto al lago Leman, al pie de los Alpes. ¿Qué cultivos de cierta altura han de estar tapados durante el invierno en zonas donde nieva y/o hiela durante dos o tres meses al año?

No hay muchas opciones. O son cardos o son alcachofas. A ambos hay que protegerlos del frío, pero a los cardos, además, hay que blanquearlos. Así que los encapuchados deben de ser cardos, porque están requetetapados, y los capirotados con ramas de abeto deben de ser alcachofas. ¿O quizá también cardos, que inicialmente sólo se protegen del frío, pero destinados a ser «encapuchados» cuando llegue el momento del blanqueo (más de 20 ó 30 días con la capucha puesta y el corazón del cardo de pudre)…?.

Los cardos se cultivan como anuales. Se consumen a lo largo del invierno, desde finales de diciembre hasta principios de abril. Se van tapando y destapando poco a poco, a medida que se necesitan, y se comen los pecíolos cocidos. La especialidad de Ginebra es prepararlos al horno, gratinados, con bechamel y una capa de queso por encima (unos dos millones de calorías). Hacia mediados de abril no queda ni rastro de ellos. Habrá que limpiar la huerta, estercolar, quizá iniciar un nuevo cultivo. Las alcachofas, sus primas hermanas, se cultivan como vivaces, porque lo que se come es la flor (el “capítulo floral”). En abril se les quita el capirote, para que crezcan y florezcan al sol, y se comen cocidas desde finales de agosto.

El “Cardo-Espinoso-Plateado de Plainpalais”, una variante local del “Cardo de Tours”, es una planta emblemática de Ginebra. Pero para que el cardo llegara hasta aquí tuvieron que pasar muchas cosas.

La historia es larga. Para empezar, tuvo que producirse la Reforma de la Iglesia en el siglo XVI.  Tuvo que nacer Juan Calvino, recibir la llamada de Dios, y dedicar su vida a discutir con los obispos de Roma si llega con la fe para evitar ir al infierno, o si hacen falta además buenas obras, o si no vale ni una ni otra cosa, y sólo se salva el que recibe la “gracia” divina, haga lo que haga, crea en lo que crea, etc, etc.

Estas discusiones sobre la gracia, por raro que parezca, nos llevan directamente a los cardos de Plainpalais.. El reformista Juan Calvino encontró refugio en Ginebra, y poco a poco, usando métodos no siempre muy limpios (dizque), consiguió que sus partidarios se hicieran con el gobierno de la ciudad. En Francia los calvinistas recibieron el nombre de «hugonotes». Estallaron las llamadas guerras de religión. Y tuvo que correr mucha, pero que mucha sangre antes de que el Rey Cristianísimo –Enrique IV, a la sazón– detuviera las matanzas y promulgara un Edicto de Tolerancia. Unas décadas después, Luis XIV, su nieto, decidió dar marcha atrás. Revocó el Edicto y expulsó de Francia a los que no quisieron renunciar a la fe reformada. Pues bien, en la maleta de uno de esos hugonotes que hubieron de dejar su tierra y ponerse en camino, un jardinero procedente de Tours, viajaron los cardos plateados y las alcachofas hasta Ginebra. Las sembró en los huertos de Plainpalais (hoy una plaza de hormigón), los cuidó, abonó, multiplicó… Y así hasta hoy.

N.B. Dicen los entendidos del lugar que las «costillas» de los cardos son tanto más tiernas y sabrosas cuanto más espinosas.

El Velázquez que se quedó en el sótano

Enero 2012

Merodeando por un mercadillo de la Place d´Armes de Luxemburgo, hace ya unos cuantos años, cayó en mis manos el catálogo de una exposición de pintura celebrada en Ginebra en el verano de 1939: Chefs d´oeuvre du Musée du Prado. El centro de la portada lo ocupaba el  que por entonces era ya nuevo escudo de España, con su aguilucho negro, su arco y sus flechas. Sabía  que el Museo del Prado había tenido que evacuar todas sus obras durante la guerra civil, y que, meses antes de terminarse ésta, un Comité Internacional de Museos, con el patrocinio de la Sociedad de Naciones (antecedente de la ONU), habían acordado con el Gobierno de la República su transporte hasta Ginebra. Había leído el libro de Arturo Colorado –El museo del Prado y la guerra civil, 1991– y estaba más o menos al tanto de las penalidades que habían tenido que pasar nuestros Velázquez, Goya y compañía, almacenados primero en diferentes refugios del Ampurdán y, finalmente, condenados a cruzar en camiones los Pirineos, durante el gélido febrero del 39, por unas carreteras de montaña atestadas de familias que huían en desbandada, hombres, mujeres, niños y animales, acompañados por lo que quedaba del ejército republicano, muertos de frío y de hambre todos ellos, y bombardeados sin misericordia por los aviones del Caudillo… De no conocer la historia me hubiera sorprendido mucho tropezar con ese catálogo. Como la conocía, me emocioné un poco. Y pagué religiosamente los dieciséis euros que me pidieron por él. Algún tiempo después me encontré otro ejemplar, esta vez en un mercadillo de un pueblo de Francia, y volví a comprarlo. Y entonces lo que pensé fue: de todas partes de Europa acudieron en tropel a ver esos cuadros; si sigo husmeando por los mercadillos de Alemania, de Bélgica, de Italia… acabaré gastándome una pequeña fortuna en ejemplares repetidos del mismo catálogo.

Ahora mismo estoy en Ginebra. Ya es de noche y afuera llueve. Por hacer tiempo mientras se cuece la cena –una rica vichyssoise de puerros ecológicos–, he ido a la estantería y me he puesto a hojear el catálogo de aquella exposición. He releído el listado de cuadros que fueron expuestos, uno por uno, y, de repente, me ha dado un vuelco el corazón. En la lista no está La rendición de Breda (Las Lanzas). Voy al libro de A. Colorado y releo las páginas dedicadas al montaje. Señala que no se expusieron ni el Dos ni el Tres de Mayo, cuadros de Goya, ni el Adán y Eva de Durero, porque tenían ligeros desperfectos (p. 279). Pero en el libro no se dice nada sobre el cuadro de Velázquez. Sólo que fue desembalado e inventariado en el Palais des Nations, como los demás.

Dos ejércitos después de la batalla; soldados desarrapados que se confunden entre sí, de puro idénticos; un caballo que gira y forma con el lomo una especie de semicírculo, continuación del que forma un soldado en la esquina opuesta; un hombre pide silencio con un dedo, para que no se interrumpa la importantísima escena que está teniendo lugar; y en el centro del semicírculo, dos generales sin sombrero –vencedor y vencido–, se saludan con inmenso respeto, casi con afecto. Entre ellos no hay una gota de odio.

El mismo día que llegaron los vagones a Ginebra las autoridades de la Confederación Helvética reconocieron oficialmente al Gobierno de Burgos. El inventario duró todo el mes de marzo. En el entretanto, caía Madrid. Las obras tuvieron que ser entregadas al embajador enviado por Franco, el mismo que había iniciado la guerra, bombardeado masivamente Madrid en noviembre del 36 (Museo del Prado incluido) y bombardeado y ametralleado las carreteras del Pirineo catalán mientras pasaban los camiones… El gobierno de Burgos llegó a un acuerdo con las autoridades ginebrinas para organizar la exposición. La Sociedad de Naciones y el Comité Internacional –que había pagado de su bolsillo todo; camioneros, gasolina, alojamientos, trenes…– quedarían fuera, por pertenecer sus miembros a las «decadentes democracias europeas»; y no digamos los miembros de la Junta Central del Tesoro Artístico, la «chusma roja» que había tenido a su cargo aquellas obras de arte desde el inicio de la guerra.

El gobierno de Burgos tenía, pues, la última palabra en lo que al montaje y cuestiones estéticas se refiere. Como explica A. Colorado, el cuerpo central de la exposición fue denominada “Sala Imperial”, para poner de relieve la “españolidad” de la exposición, colocando en lugar destacado obras como El Conde Duque a caballo, Carlos V en Mühlberg, y tapices como La Conquista de Túnez. La exposición sería un canto a la Victoria, a la Raza, a la España Eterna.

¿…Pero La rendición de Breda? ¿Una apología de la reconciliación?, ¿de esa «paz humanitaria» por la que clamaba Azaña? ¿Qué podía aportar un cuadro así a aquella sala fascistoide? Un poco asombrada por el descubrimiento, vuelvo al catálogo para estar bien segura. Sí, Las Lanzas se quedaron en el sótano. La exposición se inauguró el uno de junio de 1939. Se expusieron treinta y cuatro obras de Velázquez, pero Las Lanzas no. Y entonces descubro que tampoco sacaron de la caja a Jovellanos, el retrato que le hizo Goya, con la cabeza apoyada en la mano, abatido ante la desidia, la dejadez, la brutalidad que veía a su alrededor… «Cautivo y desarmado el ejército rojo», los nacionales acababan de declarar el fin de la guerra. Y no iba a haber piedad para los vencidos: serían humillados, escarnecidos, perseguidos, repudiados, machacados.

Las autoridades ginebrinas le bailaron el agua a los enviados de Franco. Hicieron unas Meninas de chocolate, organizaron un tablao flamenco. Media Europa pasó por Ginebra ese verano del 39. La exposición se clausuró el 31 de agosto. Al día siguiente, uno de septiembre, hubo que recoger los bártulos y salir de allí por piernas: acaba de empezar la Segunda Guerra Mundial.

Paisaje. T. P. Rubio.

En la misma ciudad, mientras tanto, Timoteo Pérez Rubio, Presidente de la Junta Central del Tesoro Artístico, ninguneado y olvidado por todos, había iniciado los trámites para poder exiliarse a Brasil. Don Timoteo  –junto a Don José María Giner y otros– son los funcionarios de la República que salvaron los cuadros del Museo del Prado. Los que no se despegaron de ellos durante su vagabundeo por Levante y Cataluña, los que cruzaron con ellos las montañas y, finalmente, los dejaron quedar en suelo seguro. Mientras se inauguraba la triunfal exposición (a la que por supuesto no fue invitado), Don Timoteo se dedicaba a pintar paisajes. Paisajes y jardines. No tenía ninguna fuente de ingresos. Gracias a la venta de alguno de esos paisajes pudo ir tirando en Ginebra hasta el día de su partida.

Por último, A. Colorado sí habla en algún capítulo de Las Lanzas. Lo hace al reproducir (p. 63) el relato de uno de los guardas republicanos que custodiaron las obras durante su estancia en el Palacio de Peralada. Transcribo entero el pasaje porque me confirma, a mí al menos, la superioridad del cuadro, capaz de provocar escenas como la que se describe, sobre el resto de las obras de Velázquez: “…José María Giner hizo destapar la caja que contenía La Rendición de Breda y, tras su detenido estudio, pidió a los dos soldados que sacaran el cuadro al exterior del edificio, algo que no había sucedido con ninguna otra obra… Estando así el popular Las Lanzas apoyado en la pared del palacio, al aire del Ampurdán, llegó la visita. Se trataba de Timoteo Pérez Rubio (…) Fue una visita muy breve, que se ha quedado grabada en mi recuerdo. Jamás olvidaré su abrazo emocionado con el señor Giner, fuertemente enlazados aquellos dos hombres, en segundos interminables, ambos esforzándose en tener los ojos fuertemente cerrados para evitar las lágrimas”.

El Misterio de los Encapuchados (1ª parte)

Diciembre 2011

¿Quiénes son estos inquietantes personajes sin rostro, silenciosos y cabizbajos, que aparecen tapados hasta las orejas con sacos y retales?. ¿Qué hacen ahí tan quietos y resignados?. ¿Están tramando algo?. ¿Son buenos o malos?. ¿Van rezando entre dientes?. ¿Esperan a alguien? .

¿Y por qué se esconden detrás de los hinojos?. ¿No será que han pecado mucho en su vida anterior y ahora se arrepienten?.

Primera pista: están un huerto de un país del norte, cerca de las montañas. Segunda pista: hoy empieza diciembre.

(La respuesta al Misterio de los Encapuchados, en ABRIL de 2012).

Alcachofas de Ginebra

Septiembre de 2011

La Ferme de Budé está en el centro de la ciudad de Ginebra. Aunque conserva el caserón –y el nombre– ya no es realmente una “granja”. Los antiguos terrenos de labor fueron vendidos al Ayuntamiento y rápidamente urbanizados en los años cincuenta. Entre los edificios del nuevo barrio –llamado Petit Saconnex– quedaron parte de las instalaciones de la granja y una media hectárea dedicada a huerta. Monsieur Marti la conservó como tal, vendiendo lo que ahí producía en el “marché” que instaló en la entrada de la granja. Ms. Marti tiene ahora 96 años. Su sucesor también se ha jubilado. Y los sucesores del sucesor, Ms. Chavaz y Ms. Zulauf pelean desde el 2009 por convertir la “ferme” en un negocio rentable (y no sólo en un rincón verde más o menos estrafalario). El año pasado inscribieron el terreno en el registro de producción ecológica (Bio Suisse); pasado el correspondiente período de “conversión” –idéntico al que hubo de pasar LRO–, podrán vender sus productos como 100% ecológicos. La huerta no está cerrada. Limita con un área de juegos infantiles y con un pequeño parque donde está autorizado soltar a los perros. Cualquiera puede pasearse entre las hileras de ruibarbos, coles, tomates… Tienen ya su “site” internet: www.ferme-de-budé.ch

El sábado 17 de septiembre celebraban el cincuenta aniversario de la apertura del mercado. Lo leímos en la prensa local, mientras desayunábamos, entre noticias sobre el desplome de las bolsas y los partes de guerra en Libia y Siria. En el periódico venía la historia que acabo de resumir, y fotos en blanco y negro de una Ginebra difícil de reconocer, casi de otra galaxia.

El mercado estaba abierto desde muy temprano. Todos los que andaban por allí trajinando eran jovencísimos, de poco más de veinte años. En la entrada  habían instalado unos toldos de lona (en previsión de lluvia, que no faltó), y bajo los toldos, bancos y mesas de madera. Media docena de chicas picaban zanahorias, remolacha, etc. y lo iban colocando todo en grandes fuentes. Cuando les pedimos permiso para dar un paseo nos miraron con expresión de no entender la pregunta, no sé si por culpa de mi francés renqueante (la razón más probable) o por el mero hecho de pedir permiso.

A mediados de septiembre, en el corazón de Ginebra, a pocos metros de la sede de las Naciones Unidas, están en flor las alcachofas y ya hay calabazas maduras. Todavía recogen tomates, pero de aspecto algo triste. Tienen sanísimas las coles, los ruibarbos y las zanahorias (en líneas sucesivas, tal como se ve en la última foto). Siembran flores por aquí y por allá. Cosmos y girasoles, que siempre salen bien. Las flores naranjas de la segunda foto son capuchinas; aquí, como en Francia, las comen en ensalada, mezcladas con berros, rúcula y lechugas variadas. En el mercado venden muchas cosas producidas por otros, pero todas con la debida certificación ecológica o –al menos– con la indicación de “producido en Ginebra” (lo que de por sí es más ecológico, aún sin certificar, que un supertomate supercertificado traído desde España, que por fuerza llevará encima muchos litros de gasoil o keroseno).

La huerta de la Ferme de Budé, en el Petit Saconnex, Ginebra: