Michelle en el huerto

Noviembre 2012

El veinte de enero de 2009 el Sr. Obama tomó posesión como 44º Presidente de los EEUU y se instaló con su familia en la Casa Blanca.  Dos meses después, asomando ya la primavera en Washington D.C, la Sra. Obama, acompañada de una patrulla de niños de un colegio próximo, empezó a cavar el rectángulo de tierra destinado a albergar su «kitchen garden», su pequeño huerto urbano. El lugar: un recoveco del South Lawn, cerca de la verja, para que cualquier transeunte pudiera verlos en plena faena. Objetivo: iniciar una campaña estatal en favor de la alimentación sana. Menos hamburguesas y más verduras. Implicar a los niños. Fomentar la instalación de huertos comunitarios «all across the country», al estilo de los Victory Gardens de la segunda guerra mundial. El movimiento estaba iniciado desde mucho antes, naturalmente. Pero el apoyo activo de Michelle ha tenido el previsible efecto multiplicador, y cuatro años después de convertirse ella misma en hortelana, los huertos colectivos -cultivados por asociaciones (escuelas, iglesias, parques de bomberos, grupos variopintos…) o divididos en parcelas individuales, pero compartiendo servicios comunes-  se cuentan por miles en todos los estados.  Al año siguiente de instalar su huerto, Michelle puso en marcha su segundo proyecto en la misma dirección: Let´s move!, con intención de dar la voz de alarma sobre el problema de la obesidad infantil en los EEUU y empezar a promocionar actividades deportivas en los colegios y vecindarios (a finales de los 90, según ella misma cuenta, la Educación Física fue eliminada del currículo en muchos estados).  Hace unos meses, a punto ya de terminarse el mandato presidencial de su marido, Michelle publicó este libro, American Grown, contando su  experiencia con el huerto de la White House y explicando algunas cosas sobre el estilo de vida americano que, en su opinión, habría que empezar a cambiar. El libro se deja leer. Los treinta dólares que cuesta cada ejemplar se ingresan en la cuenta del Servicio de Parques Nacionales (los jardines de la Casa Blanca pertenecen a lo que aquí llamaríamos «Patrimonio»; Michelle tuvo que pedir permiso para montar el huerto y seguir al pie de la letra las indicaciones de los técnicos). Pero para los republicanos el huerto y el libro  son sólo una pérdida de tiempo: una tontuna más de la Barbie Jardinera Negra, como los conciertos de blues que organizaron los Obama al poco de llegar, para reivindicarlo como parte del tesoro cultural americano…  De la primera página a la última Michelle utiliza sus hortalizas para hablar de otras cosas: la importancia de trabajar en equipo, de intercambiar puntos de vista, de ayudar a otros (los excedentes de su huerto se van a un comedor social de Washington; otros huertos comunitarios se integran directamente en la red de Bancos de Alimentos), del reto de dar de comer bien a los niños, de que ellos se impliquen, aprendiendo de dónde sale una lechuga o un pimiento. Tras vencer la resistencia del Presidente, que veía peligrar la cancha de baloncesto, Michelle y su patrulla de  voluntarios -pertenecientes a cuarenta nacionalidades diferentes, estudiantes en un colegio bilingüe de Washington- consiguieron autorización para una colmena. Y ahí  está instalada ya,  a pocos metros de la cancha.  Muchos trabajadores de la Casa Blanca  participan en el huerto. Por ejemplo: el decano de los carpinteros, apicultor aficionado los fines de semana, que lleva treinta años en su puesto y es quien realmente lió a Michelle con lo de la colmena; la jefa de cocinas, filipina, que escoge personalmente  las verduras para las cenas oficiales; el jefe de mantenimiento, que vigila que todo esté en orden, que toma nota de las cosas que funcionan y las que no, y propone los cambios…(los túneles de plástico, por ejemplo, los habían instalado demasiado cerca unos de otros, y se estorbaban cuando había que sacudir la nieve; o las calabazas, sembradas demasiado pronto, o la idea de incluir flores, que son muy bonitas pero quitan espacio, y en la Casa Blanca son muchos a la mesa…)

Sí. El libro de Michelle es un monumento a la corrección política y el buen rollo.  Emigrantes y refugiados de una ONG de San Diego, que tratan de autoabastecerse con su pequeño huerto; un veterano de Irak que ha vuelto a la vida civil como productor y vendedor de manzanas; huertos municipales en Camden, la segunda ciudad más peligrosa de los EEUU y una de las más pobres; huertos en macetas en dos colegios de Brooklyn, puro asfalto; una delegación del Congreso Nacional Indio, con el jefe de los Chikasaw al frente, asistiendo a Michelle en la siembra de las «tres hermnas» -calabaza, judía, maiz-; un huerto bio en Hawai, que es también un centro de reeducación, «para que los jóvenes hawaianos recuperen sus tradiciones», etc, etc, etc.  Pero es que comer «al menos un poco mejor» no debería se tan difícil, dice Michelle, consciente de que muchas veces es casi imposible acceder  a verduras frescas, incluso para la gente que sí podría permitírselo (una McBurger con queso vale un euro; es barato, lo encuentras en cualquier sitio, y «tapa» antes el agujero en la barriga). Si los huertos se extienden, los mercados locales también lo harán. Y luego ha de entrar en acción la iniciativa de la gente, como la de esos 45 colegios de Boston con su «Local Lunch Thursday» (todos los jueves comen verduras de producción local), o los ayuntamientos que solicitan ayuda financiera al Programa de Comida Fresca (así, como suena), para abrir fruterías y mercados de verdura, o los emprendedores que han recuperado, en Detroit y Chicago, la vieja tradición del «Vegetable Truck» (para inmenso placer de los ancianos del barrio), Y junto a esto, los acuerdos con las grandes «corporaciones» del ramo, para que abran puestos de verdura y fruta fresca en los puntos peor provistos de cada estado. O el Acta firmada por el Presidente, subiendo los estándares mínimos para las empresas encargadas de los comedores ecolares En fin. Muchas cosas. Y no llega con comer mejor: también hay que moverse más. Recuperar las liguillas escolares.  Dedicar más dinero, a través de Let´s move!  a adecentar espacios públicos donde los niños puedan jugar  -y vencer la tentación del sofá+playstation- al menos en las inhóspitas  grandes ciudades.. O instalar aparcamientos de bicis, para animar a los niños a ir al cole pedaleando. O poner a disposición de las asociaciones deportivas el South Lawn (la enorme pradera de la Casa Blanca) cuando empieza el buen tiempo. O… ¿En qué quedará todo esto?. Nadie lo sabe, y Michelle lo reconoce.
En su capítulo introductorio Michelle comenta de pasada los problemas que tuvo Mme. Roosevelt cuando quiso instalar un Victory Garden en la Casa Blanca: intentaron disuadirla desde el Departamento de Agricultura, pensando que su ejemplo podría tener efectos no deseados (¿para quién?, para los grandes productores, que preveían hacer su agosto en plena guerra; en esos jardines se llegó a producir el 40% del alimento nacional). La acusación más repetida contra Mme. Obama es la de que su huerto no pasa de pijo-huerto, y de que basta con ver los modelos que se pone para ir a cavar…. Sin embargo, en el pais del marketing este reproche no tiene demasiado sentido (cuanto haga o deje de hacer la Primera Dama será, quiéralo ella o no, «marketing»). Es verdad, a los europeos todo esto nos parece un poco raro. El punto de partida: ¿por qué ha de hacer nada la señora que duerme con el Presidente?, ¿por qué ha de tener un papel institucional?. Pero si las cosas son así, si en los EEUU la Primera Dama participa en la campaña y, de algún modo, es también ella «elegida» por los votantes, entonces lo que vale para Barak vale también para Michelle, y viceversa. Y mejor que se dediquen a plantar zanahorias, pienso yo, que a tomar el Té con gente peligrosa. Mejor rastrillar la tierra del huerto que desollar renos en Alaska. Mejor preocuparse de lo que comen los niños -uno de cada tres, según las estadísticas, corren  el riesgo de acabar diabéticos por culpa de su obesidad- que de lo que dice la Biblia sobre esto o aquello. Mejor batir el récord mundial de «mayor-número-de-personas-saltando- en 24 horas» (literal, p.199) que batirlo en número de cabezas nucleares…
El huerto de Mme. Roosevelt no fue adelante. El de Michelle lleva cuatro años produciendo. En el libro, organizado por estaciones, da cumplida cuenta de sus éxitos y fracasos. Incluye una selección de recetas, algunas estupendas (judías con almendras tostadas, que me dispongo a preparar).  Si este bonito pijo-huerto pudiera seguir cuatro años más, si llegara a hacerse cotidiano e imprescindible para la gente que trabaja ahí, desde el personal de limpieza hasta los de seguridad, pasando por jardineros y «chefs», quizá ya nadie se plantearía levantarlo después, fuera quien fuera el inquilino de la Casa Blanca.

NOTAS
American Grown, «The story of the White House kitchen garden and the gardens across America». Michelle Obama. National Park Foundation, 2012.
La foto de los Obama-farmers procede de la web: eat-the-view.com
Y el vídeo oficial:

La Gran Pradera

Primera quincena de junio

Primera quincena de junio de1893.  Antonin Dvorak, con su mujer y sus hijos, acaba de llegar al pequeño pueblo de Spillville, una colonia de pioneros checos en el estado de Iowa. Dvorak lleva un año impartiendo clases de música en el conservatorio de Nueva York. Ahora está de vacaciones. Además, en la ciudad hace calor. Para llegar hasta Iowa ha tenido que atravesar los Apalaches, el Missisipi, y dirigirse al oeste cruzando la Gran Pradera.  Han parado unos días en Chicago. Parte del trayecto lo han hecho en tren y otra parte, apenas el tramo final, en diligencia. En Spillville sus compatriotas le han recibido por todo lo grande. Ya ha dado algunos recitales de órgano en la iglesia.  Pero ha asistido también -y esto es lo más importante- a los recitales de otros: ha vuelto a escuchar negro spirituals, que ya conocía, y ha escuchado por vez primera  las canciones de la tribu kickapoo. Antonin Dvorak, músico académico, de formación centroeuropea, compone entonces  su Cuarteto Americano. Tres días bastaron para terminar la partitura. Algo había encontrado en esos paisajes abiertos, cada día menos salvajes, algo que estaba ya en la música de los esclavos y los indios. Los musicólogos no terminan de aclararnos en qué consiste exactamente ese algo: ¿la escala pentatónica, un atisbo de ciertas melodías populares..?.  Lo único cierto es que, al escucharlo (en particular este segundo movimiento), el oído salta de las colinas de Bohemia a las llanuras del continente americano. Y cuando el oído escucha, el ojo ve: ve ese paisaje -que ya no existe-  tal como lo vió Dvorak hace 120 años.

Ya no había bufalos. Los últimos indios que se resistían a ser encerrados en una reserva habían sido cobardemente masacrados en Wounded Knee (1890). E incluso la Gran Pradera, la tierra más fértil que uno pudiera imaginar – «tierra negra», después de miles de años almacenando carbono y nutrientes bajo su superficie- , tampoco era ya lo que había sido.  Los agricultores blancos llevaban varias décadas roturando la tierra, y en algunos lugares – al este, en los primeros asentamientos europeos- empezaban a manifestarse síntomas de pérdida de fertilidad… Pero  ahí estaba aún, en su fastuoso despliegue de junio, cuando la familia Dvorak la cruzó.

Hay una pradera «de hierbas altas», que crecía desde Minnesota hasta Arkansas, al este de las Montañas Rocosas, y una pradera de «hierbas cortas» que crecía desde Montana hasta Texas, al oeste de la cadena montañosa. La Gran Pradera es, sobre todo, la primera, beneficiada por la humedad que sube del Golfo de Méjico,  y lindando (antaño) con los espectaculares bosques que crecían en la región de los Grandes Lagos y todo a lo largo de la costa atlántica (los bosques del «Indian Summer», véase entrada  29-10-11). Iowa está en el corazón de la Tall Grass Prairie, y  A. Dvorak, quizá con los primeros acordes de su cuarteto ya en la cabeza, pudo verla, escucharla, olerla, en el mejor momento del año.

Para que se forme y se conserve una pradera como ésta hacen falta tres cosas : 1. un clima templado, 2.  el ramoneo de los grandes mamíferos (antes búfalos, después vacas),  que estimulan así la brotación  de las gramíneas cespitosas, abonando de paso el terreno, y 3. el uso cuidadoso del FUEGO. No hay pradera sin fuego.  Los indios habían observado que cuando un rayo encendía el fuego en la pradera, pocas semanas después de que se apagara empezaba a crecer una alfombra de brotes verdes…a la que acudían raudos los búfalos. Los indios aprendieron a manejar el fuego a conveniencia, y lo mismo los cowboys: el fuego de primavera -absolutamente controlado, claro, como las rutas de los rebaños-  limpia los restos vegetales permitiendo que se caliente la tierra, saca de delante cualquier posible «woody invader» (zumaques, principalmente), y, sobre todo, hace que broten con vigor las gramíneas estivales que interesaban  al cazador/ganadero (Andropogon gerardii, llamado «big bluestem», y Sorghastrum nutans,  «indian grass»).

Las gramíneas tienen sus puntos de crecimiento (meristemos) protegidos bajo tierra, es decir,  a salvo del fuego y  adaptados a la sequía. Una de las cosas más increíbles de la  Tall Grass Prairie es precisamente esto: las praderas pueden considerarse bosques dados la vuelta -«upside-down forests»-, pues aproximadamente dos tercios de su masa se encuentra bajo el suelo. Durante miles de años habían sido eficientes depósitos de carbono. El comienzo de la roturación a gran escala supuso también la primera gran liberación de CO2 a la atmósfera. Lo que significa, en otras palabras, que la conservación de las praderas es esencial en la lucha contra el cambio climático, pues son sumideros de CO2 eficaces y poco exigentes (a diferencia de un bosque, que da mucho pero también pide).

Antes de la llegada de los blancos la pradera ocupaba un tercio del continente norteamericano. Hoy apenas subsiste el 4%. Entre una cosa y otra, el cataclismo. Para explotar al máximo la fertilidad de la pradera  hicieron falta muchos brazos, muchos bueyes, mucha determinación. Esos «dos tercios» enterrados de la biomasa total de la pradera suponían una enorme dificultad para el labriego que quería hincar ahí, ahí precisamente, la reja de su arado…Pero lo consiguieron. De conservar o ampliar lo poco que queda en pie se encargan ahora, con no menos empeño y no menos dificultades, algunos de sus descendientes. Por su parte, los descendientes de ciertas tribus indias (seminolas, navajos, pequot..) poseen a día de hoy los mayores casinos del pais (en las reservas no se pagan impuestos federales) y con parte de sus ganancias han empezado a comprar tierras. Un poquito aquí, otro poquito allá.

La mujer del colono, 1884, H.Dunn, South Dakota Art Museum

Nosotros somos hijos del Mayo del 68. Nos es mucho más fácil identificarnos con los indios cheyenes que con esta señora sudorosa y exhausta del cuadro. Sin embargo, ése es el mundo del que venimos. Nuestro viejo mundo europeo, que vio morir en la miseria a miles de campesinos todo a lo largo del siglo XIX (el de la revolución industrial y la explosión demográfica que le siguió, el de las fallidas revoluciones liberales…). Los que llegaban en barco a los EEUU y después arriesgaban su vida en la Pradera eran «los más pobres entre los pobres», como escribió A.Dvorak en una carta refiriéndose a los pobladores de Spillville. ¿Deseaba esta señora de la izquierda que los indios fueran exterminados?. No. Se parece demasiado a mi bisabuela de Ortigueira, volviendo a casa al caer la tarde… ¿Deseaba que los indios la dejaran en paz?. Sí.  Lo que yo no sé -habría que preguntarles a los historiadores- es si había alguna forma realista de conseguirlo, de hacer compatible la cultura nómada del búfalo con el cultivo de cereales (y más aún, con la cría  de vacas para carne, que es una forma de nomadismo, y  que también acabó chocando -como tantos western nos cuentan- con los intereses de los sedentarios agricultores).

Guerreros cheyenes. E.S. Curtis, 1905

Caballo Loco y mi bisabuela de Ortigueira. Tenemos la suerte de haber nacido en un mundo que no nos obliga a elegir, así que podemos intentar comprenderlos  a los dos. De la Gran Pradera de Iowa se conserva apenas un 0.1%. Leo en  la web que ese minúsculo recordatorio de lo que un día fue la  Tall Grass Prairie, antes de la llegada de los blancos, crece principalmente en sus cementerios. Es decir, entre las lápidas de los pioneros.

NOTAS

(1) Hace años compré por amazon este libro: The Last Stand of the Tall Grass Prairie, de A. Larrabee y J. Altman, Friedman/Fairbax Publishers 2001. Venía con el cuño de una biblioteca municipal, Cuyahoga County Public Library, biblioteca que existe y tiene su web (acabo de comprobarlo), lo que me hace suponer que algún gracioso se metió el libro en la cartera y después lo vendió por ahí. Internet y la globalización han hecho que acabe en mis manos, en un pueblo tórrido de la meseta castellana.  De este libro didáctico y lleno de  imágenes preciosas he sacado toda la información -y citas-  sobre la Gran Pradera. Las dos primeras fotos también proceden de ahí.

(2) Hay planes en marcha para recuperar parte de la Gran Pradera, incluyendo la reintroducción de búfalos en semi-libertad. El  grueso de lo que se conserva está en la comarca llamada Flint Hills, en Kansas y una parte de Oklahoma. Hay cuatro áreas protegidas. La más importante  es la que gestiona la Universidad de Kansas: Konza Prairie, de cuya web he obtenido la foto de la pradera incendiada (konza.ksu.edu).  Algo parecido, aunque a escala más modesta, existe también en Iowa y otros estados.

(3) Los datos sobre la estancia de Dvorak en Spillville proceden en su mayoría de la Dvorak American Heritage Association (dvorak.nyc.org).  Un año después de este paseo por la pradera, la familia Dvorak regresó definitivamente a Europa.

 

Flor de azahar

 Febrero 2012

Zurbarán. 1633. Norton Simon Museum, Pasadena L.A.

La flor de azahar es la flor del naranjo, en especial la del naranjo amargo, bien abierta y fragante, recogida en primavera. Para que una flor desprenda su aroma la temperatura del aire ha de ser un poco alta. Por eso  las rosas apenas huelen al norte de París.

Las flores del naranjo amargo se van a las perfumerías, y las cortezas –mucho más ricas– a la cocina. Con esa piel, u otras de variedades próximas, hacen mermeladas los ingleses y aromatizan sus licores los franceses: Cointreau, Grand Meunier y, mucho antes que ellos, el Curaçao, ese mejunje de colores. La isla caribeña de Curaçao –donde se agriaban sin remedio los naranjos dulces llevados por los españoles– pertenece hoy a los Países Bajos. Un amigo de Rotterdam, arquitecto y especialista en “inteligencia artificial”, colocaba las mondas de naranja encima de la estufa eléctrica, y allí las dejaba hasta que casi empezaban a churruscarse. El olor a naranja –tan real, tan bueno– subía desde la estufa y se iba esparciendo pacíficamente entre sus ordenadores de última generación.

El naranjo amargo cubre las calles de Sevilla. El hecho de tener la copa compacta y de no crecer excesivamente lo convierte en un buen árbol de ciudad (al contrario que el anárquico y espinoso limonero), siempre y cuando el clima  le permita vivir sin sobresaltos. Un árbol coqueto, eternamente verde, perfecto para calles peatonales o algo apartadas del centro, y tan distinto de las enormes plataneras y sóforas de las calles de Madrid, destinadas a una vida incomparablemente más dura: frío, sequía, tráfico intenso, contaminación. (Y otras muchas cosas, que no son exclusivas de las grandes ciudades pero que el apiñamiento de gente, las prisas, la absoluta indiferencia, parecen hacer inevitables aquí: cubos de detergente vaciados día tras día en el alcorque –así he visto morirse yo algunos aligustres en mi barrio–, basuras de todos los colores y procedencias, golpetazos de las furgonetas aparcadas de cualquier manera sobre la acera…).

El bodegón de Zurbarán. Naranjas, limones, una rosa y una taza. Recuerdo imágenes de una película ambientada en los tiempos de la Gran Depresión: viajando en camionetas destartaladas con toda su familia, o caminando a pie y durmiendo por las cunetas, riadas de obreros en paro se dirigían a California, al Valle de Sacramento, para la recogida de la fruta. Melocotones primero, uvas después, y por fin las naranjas y limones. En un museo de la ciudad de Pasadena –pegada a Los Angeles– se expone el bodegón más bonito que uno pueda imaginar. Hoy a nadie le interesan gran cosa los grandilocuentes retratos de santos, adoraciones, martirios, que pintaba por encargo Francisco de Zurbarán hace trescientos cincuenta años. En los tiempos en que los españoles intentaban aclimatar naranjos en el Caribe (y tomates y patatas en España). Pero ese bodegón es otra cosa. Él, Zurbarán, se hubiera echado a reír de saber que es precisamente esa obra menor, tan frágil y tan hermosa, la que cualquiera de nosotros se llevaría a casa. En Pasadena está bien. A no muchos kilómetros del museo hay hectáreas y hectáreas de naranjos, limoneros, pomelos, mandarinos y, vaya usted a saber, a lo mejor en primavera llega hasta sus ventanas algo del aroma de las flores de azahar.

Indian Summer (1ª parte)

Noviembre 2010

Otoño en el río Hudson, el cuadro más conocido de J. F. Cropsey fue mostrado al público por primera vez en la Exposición Internacional de Londres de 1862. Cropsey, nacido en Nueva York, llevaba ya varios años instalado en Inglaterra, de modo que el cuadro no lo pintó al natural, sentado con su caballete frente al bosque encendido de los Arriondack, un lánguido y fresco atardecer de octubre. Cropsey pintó este Otoño en el Hudson en una habitación de hotel junto al Támesis, sirviéndose de sus recuerdos y, sobre todo, de la colección de hojas secas y prensadas que habían viajado con él desde el Nuevo Mundo. El público londinense juzgó que el colorido de los árboles de aquel cuadro –arces, abedules, olmos, cerezos…– era sencillamente imposible: untrue, unbelievable. Así que, para convencerles de que su obra era el fiel reflejo de la realidad y no una idealización de gusto prerrafaelista, Cropsey instaló junto al cuadro un pequeño bastidor de cartón en el que fue colocando su colección de hojas secas. El éxito fue completo. A partir de ese momento el autor del lienzo quedo consagrado como pintor oficial del indian summer[1].

La anécdota está recogida en el catálogo de la exposición “Explorar el Edén. El paisaje americano del siglo XIX” que orgánizó hace unos años el Museo Thyssen. Algunos de los cuadros de esa exposición están aquí de forma permanente, en los fondos del Museo. Así que, gracias al buen gusto del difunto Barón (y a la cabezonería de su señora), a los ciudadanos de Madrid no les hace falta cruzar el océano para entender lo que significa el verano indio, el veranillo de San Martín o “verano en otoño” de la región de los Grandes Lagos. Basta con acercarse al Paseo de Recoletos y buscar El lago Greenwood por las salas del primer piso del Museo Thyssen. Es una de las últimas obras de Cropsey. Allí están, entre otras frondosas de hoja caduca, los protagonistas absolutos de septiembre y octubre: el arce rojo y el arce de azúcar, inflamando el bosque durante semanas antes de la entrada del invierno.

La explicación botánica vendría a ser ésta: la clorofila, pigmento verde encargado de realizar la fotosíntesis, empieza a trabajar menos cuando, hacia finales del verano, la disminución de horas de luz es ya perceptible, lo que coincide con las menores necesidades energéticas de las plantas y con la máxima acumulación de azúcares en las hojas. Comienza entonces la traslocación de esos azúcares hacia las raíces y otros puntos de almacenaje de reservas. Pero mientras ese viaje descendente concluye, durante las semanas anteriores a la caída de la hoja, la clorofila (que ya ha terminado su faena) le cede la plaza a otros pigmentos, esto es, a los amarillos, naranjas, escarlatas: los colores del ocaso, los mismos que vemos en el cielo de los primeros atardeceres de otoño, y en esos paisajes arrebolados del Museo Thyssen.


[1] Para la descripción literaria de lo que contenía el bastidor con hojas secas de Cropsey se encuentra en la obra de un contemporáneo, Colores de Otoño (Olañeta, 2002), el opúsculo de H. D. Thoreau sobre los bosques de su Massachussets natal: “No comprendo qué hacían los puritanos en esta estación –escribió– cuando los arces llamean de carmín. Sin duda no rezaban en estos bosques. Quizá por eso construyeron sus templos y los cercaron rodeándolos de caballerizas…”.