Robinson grita

(Continuación del post de ayer «Robinson siembra»)

«El Señor es mi Pastor. Nada me falta. A verdes prados me conduce, a arroyos de agua clara…»
Robinson grita  porque acaba de morir Rex, su perro.  Corre al  «Valle del Eco” para oir alguna voz, la que sea, humana o no. Vuelve a la cueva, abre de nuevo los Salmos y, totalmente hundido,  murmura esto: “Las Escrituras ya no significan nada para mí…El mundo es sólo una pelota que gira…”. Con estas palabras termina la primera parte del Robinson Crusoe de Luis Buñuel.

El perro de Robinson (el original) no tenía nombre.  Todo lo que dice de él Defoe  en el libro es esto: “Mi perro fue un compañero cariñoso y agradable durante dieciséis años, y luego murió de vejez…”. De hecho, del único de sus animales que habla  por extenso es del loro, Poll (también el único con nombre propio). Los gatos andan por ahí. Cuando nace una camada, Robinson arroja las crías al mar.
La versión de Luis Buñuel está en youtube.  Es una película extraña,  intensa y pertubadora, y parece difícil no quedar subyugado por algunas escenas: la muerte de Rex, ya muy anciano, mientras la lluvia azota la isla y no parece querer amainar nunca; la desolación de Robinson tras su entierro, la inútil invocación al Señor en medio de las “verdes selvas” (o verdes prados, según la traducción), los gritos dementes en la orilla del mar, tea en mano …. Es un Robinson que no tiene “casi” nada que ver con el del Defoe. Éste, aunque siembra su cebada y cría cabritos,  y no para un instante de trajinar, también ha sentido vacilar su mente en alguna ocasión, en especial al principio.  Pero no se deja abatir, al contrario. La desesperación le lleva a la contrición (ha sido mal hijo, desobediente, avaro, etc), y ésta le hace postrarse ante el Señor, e incluso darle gracias por lo bien que cuida de él. Los Salmos que Robinson musita en el libro (“Sirve al Señor y regocíjate”) no son los mismos que su alter-ego   berrea en la película («a verdes prados me conduce…», como la isla, puro verdor).  El Robinson de Buñuel  ya no va a tener tan presente a Dios, y sólo vuelve a abrir la Biblia una vez,  para completar la formación de Viernes, que le deja desconcertado con sus preguntas. Con todo, lo más conmoverdor de la película, en mi opinión,  es que  lo que provoca el estallido del hasta entonces paciente Robinson es la muerte de Rex.  Ahora  SÍ. Ahora, muerto el perro, él está  solo y no es nadie: un cero a la izquierda.
…Pero no hay nada de esto en el libro. Sólo en un pasaje muy concreto el Robinson de Defoe parece estar a punto de perder la compostura; sucede cuando, tras más de veinte años de soledad en la isla,  es testigo de cómo un barco naufraga otra vez frente a sus costas (curiosamente, en él vendrá un segundo perro; Robinson sólo habla de él una vez, al salvarlo, y después le perdemos la pista).  En el momento en que más esperanzado estaba de poder volver a tener compañía humana– “¡aunque sólo fuera uno, Señor, aunque sólo fuera uno!”- la Providencia decide que no, que ha de seguir solo.

“…Cuando murmuraba estas palabras mis manos se entrelazaban fuertemente y los dedos oprimían de tal modo las palmas de las manos que, de haber tenido algo en ellas, lo habría aplastado sin darme cuenta. Los dientes me rechinaban, y la fuerza con que se encajaron era tal que hasta un buen rato después no conseguí separarlos…” (p.238).

De todos los episodios de vacilación del protagonista, Buñuel parece haber retenido únicamente ese párrafo. Añade al perro, cuidado con devoción hasta el final (le hace sopitas, va a cazar para él un pichón…).  Cambia el sentido de los salmos, para descubrir que no encuentra consuelo en ellos. Y reemplaza al Dios providencial de Defoe por la inmensidad verde de la selva, una selva espesa, indiferente, ciega y sorda, que devuelve al hombre el eco de su voz… y nada más.

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La segunda parte de la película se centra en Viernes.  Hemos olvidado al perro y a los gatos (que se han asilvestrado); el viejo Robinson, ya un poco chocho, se para a hablar con las hormigas, a dejarles miguitas de pan… Todo transcurre, más o menos, como en el libro. El protagonista, tras salvar de la muerte al capitán de un barco español, al que sus marineros amotinados iban a liquidar, conseguirá volver a su tierra. El libro todavía continúa con algunas aventuras. La película se detiene ahí, en el instante de abandonar la isla.
La escena final  también está en youtube, con el título «Robinson se viste de gala para dejar la isla». Si se atiende bien a lo que sucede en esta última escena, hay dos detalles  más llamativos que las ropas de Robinson y Viernes. El primero, lo que el «master» le dice al «salvaje» antes de subirse a la barca: «después de todo lo que has visto hoy, ¿no te da un poco de miedo venir a la civilización?». (Robinson se refiere al motín y a la crueldad de los marinos sublevados: los blancos no somos caníbales, Viernes, pero tampoco criaturas celestiales). Y el segundo, que nuestra memoria retendrá seguramente para siempre (¡aunque olvide el resto de la película!),  es lo que Robinson,  ya bien instalado en la barca,  ve y escucha cuando se gira por última vez a mirar su isla. Lo que ve: una panorámica de esos «verdes prados», a los que había gritado en vano en el momento de desolación. Y lo que escucha: alguien que le llama…unos ladridos…
Rex.

NOTA
La película completa: http://www.youtube.com/watch?v=b-YoBU0XT90. La escena que va desde la muerte de Rex hasta los gritos desolados a la orilla del mar: minutos 37 a 43. Son los siete minutos imprescindibles

María Magdalena tenía un chucho

Maria Magdalena y su chucho Gemaldegalerie Berlin-phHans Baldung «Grien» («el Verde»; aseguran los manuales que por el uso que hacía de tal color) pintó esta Crucifixion en 1512.  Se conserva en la Galería de Pintura de  Berlín. Cuando la ví -hace ya tres o cuatro años- y descubrí ese perrillo que se sienta en la larga y verde falda de la Magdalena, como en un césped mullido, mirando  en dirección contraria a la escena principal, me acordé  de mis propios perros y de la indiferencia con que, pase lo que pase a su alrededor, se lamen una pata, o se rascan una oreja, o buscan concienzudamente la mejor postura  para dormir ….   Los perros, al menos los míos, no son compasivos (sólo les interesa su dueño, al que ven como un  gran «tuper-ware» con patas).  Sin embargo, la mera presencia de ese perrillo en la Crucifixion su tranquila despreocupación  por todo lo que no es aquí y ahora, le da una humanidad al cuadro que quizá (?) el pintor no pretendía:  los perros nos ponen los pies en la tierra (en la carne) y el pintor  de crucifixiones lo que busca, suponemos, es que pensemos sólo en el cielo (en el alma).  Escribo «quizá» porque, aunque en otras crucifixiones hay otros perros, no son exactamente como éste. Lo habitual es un chucho famélico royendo un hueso, para recordarnos de forma explícita  que estamos en el Calvario y que el Hijo de Dios, en su deseo de redimirnos, ha llegado  a lo más bajo, pues el hueso que el perro roe, o los restos que husmea, están entre calaveras y fémures humanos (así, en este mismo museo, en el cuadro de Gérard David). Esta atención de los pintores  religiosos del XVI   a la indiferencia de los animales es muy propia de las Crucifixiones, pues los perros y caballos  (materia sin alma) se mezclan con los soldados y la chusma que hace escarnio del Nazareno. Pero el motivo aparece también en otras escenas. En los  «diluvios universales», por ejemplo, como el que pintó Jan Van Scorel  más o menos por las mismas fechas que Baldung «el Verde», pero en un estilo todavía más tenebroso y manierista. El cuadro -una extravagancia de cuerpos  retorcidos, monstruos marinos, etc-  se conserva en el Museo del Prado  (1).   En la esquina inferior derecha, una vaca, un caballo, un zorro, y una grulla, nos contemplan impertérritos mientras el mundo desaparece a sus pies. Un poco más arriba, otro caballo  ramonea la hierba entre los cadáveres .  Un galgo  y otra vaca lo acompañan, no menos flemáticos. Y aquí y allá, por todo el cuadro, los animales nos miran de frente, ajenos  por completo al drama circundante y a su propia muerte, que no va a tardar ya mucho.
En lo que se refiere a las crucifixiones, cabe pensar , entonces, que la intención del pintor era didáctica: el perro, en su desinterés por todo lo que no sea estrictamente material, es la antítesis del sacrificio de Jesús de Nazaret, la antítesis de la pasión, que está teniendo lugar en ese  preciso momento y a la que el chucho, ignorante en cosas de teología,  da  tranquilamente la espalda. Pero «Grien»  no fuerza las tintas, como sucede en tantas  crucifixiones estándar, las del perro-flaco-roe-fémures; yendo en este caso contra sí mismo y contra el propio motivo estereotipado,  «Grien» pinta  con gran detalle, con cariño incluso, un perrillo  que parece bien alimentado y que se está muy quieto, muy formal, esperando el final del acto en un lugar donde se siente protegido y además no pasa frío.
En el «Diluvio» la mirada de los animales tampoco es casual. Van Scorel está poniendo en sus ojos -los ojazos de esas pobres terneras despistadas- toda  la  retahíla de tópicos sobre la vanidad del mundo (entre guerras, pestes, hambrunas, etc, el espectador del siglo XVI era mucho más receptivo a esos tópicos que nosotros).  Y aquí el mensaje vuelve a ser evidente, descarnado, como en aquellas crucifixiones del perro-flaco…
Somos libres de imaginar, pues, que ese perrillo  del cuadro de «Grien» acompaña a todas partes a María de Magdala. Que es suyo desde que era un cachorro.  O mejor, que un buen día se le acercó, todo temeroso, y ella aceptó su compañía. Y que dentro de una hora o dos, cuando a la buena de María le entre el hambre (que le entrará),  buscará algo que llevarse a la boca y le dará las sobras al chucho; el chucho la hará reir dando vueltas de contento a su alrededor, ella lo acariciará,  pensará sin querer en otras cosas (hay que tender la colada, arreglarse las trenzas…), y entonces, aunque sólo sea por un rato,  las penas se  le harán livianas.
Hans Baldung. The Crucifixion. 1512. Oil on wood. Gemaldegalerie, Berlin, Germany. More.perrito en la crucifixión-ph



http://www.goear.com/listen/efe9e3a/na-machamba-joao-afonso

NOTAS
(1) Yo sólo lo he visto en el catálogo del museo. Nunca he conseguido encontrarlo expuesto. Las reproducciones del Diluvio Universal que encuentro en la red son de muy mala calidad, así que cuando arregle el escáner (mi poco compasivo perro Ceibe se comió el cable que lo conecta al ordenador), escanearé la imagen del catálogo y actualizaré el post.

Can de palleiro

Otoño 2012

Estos son los tres chuchos que salen constantemente en las fotos de LRO. En parte por ellos, y en parte por los jabalíes, las huertas están cerradas. Nuestra intención siempre fue que los animales salvajes pudieran entrar libremente en la finca: es decir, mantenerla de par en par abierta. A cambio, había que proteger las patatas, lechugas, y demás. LRO se convirtió así en una finca abierta con cinco pequeños cercados en su interior.

La que está saltando es Xela. Es muy guapa pero no muy lista. Unas gotas de sangre de setter le hacen ser inquieta y saltarina. La adoptamos en un albergue de Madrid en abril de 2009. Ya era una perra adulta, de cinco o seis años. Había aparecido corriendo, una noche de febrero (es decir, al terminar la temporada de caza), por los alrededores de una gasolinera Shell. En el albergue la llamaron así: Shell, y mi hermana convirtió el nombre en Xel-a (diminutivo gallego de Angela). Tenía un enorme tumor perianal. Y un miedo patológico (¡terror!) a los tiros.
El siguiente es Pancho. Lo adoptamos en un albergue próximo a Lieja hace diez años. Pero sus ancestros son de por aquí…Los voluntarios de este albergue belga se dan todos los años una vuelta por las perreras más cercanas a la frontera con Francia y se llevan algunos animales: «les plus miserables», nos dijeron. Entre ellos, en un albergue de Reus, estaba la madre de Pancho con él en la barriga. En casa es, con mucha diferencia, el que más manda.

Y así llegamos a Ceibe, el perro gordo y negro de la esquina. El más palleiro de los tres. El más querido, el mejor.

Ceibe nació en invierno, en una cuneta, detrás de una gasolinera de la A2. A los cuatro meses el dueño del área de servicio llamó a la perrera de Azuqueca (donde no se andan con bromas) para que los sacaran de allí. Cogieron a su madre y a sus hermanos, pero él salió disparado y se puso a salvo atravesando un campo de cebada -contíguo a la gasolinera- que lo camuflaba por completo. Lo atropellaron dos veces. Cuando lo vimos tenía ya siete u ocho meses. Era bastante grande, y negro como el carbón. La cebada estaba segada: imposible seguir escondiéndose. Pasaba cojeando entre los camiones y los surtidores, pero salía zumbando sin mirar atrás si alguien se le acercaba. La historia de su nacimiento me la contó una de las empleadas de la gasolinera. Esta misma persona, con la que estaré en deuda toda mi vida, nos ayudó durante más de un mes, día tras día, a ponerle comida siempre en el mismo punto, detrás de un cedro. La primera vez que intentamos cogerlo -con una jaula trampa que nos prestaron en el albergue- el perro ni apareció. Cargamos la jaula y volvimos a los pocos días. Tres horas nos tuvo entonces dando vueltas a la jaula sin atreverse a entrar. Al final, cayó… Se hizo de todo en la jaula. Lloró, lloró, lloró y chilló sin parar hasta que llegamos con él al albergue. Allí se portó muy mal desde el primer día. Intentaba morder a todo el que se le acercaba, guardeses y veterinarias incluidas. Empecé a sentarme a su lado, en silencio y sin mirarle,  sin apenas moverme. Dejó de gruñirme. Un día llevé un libro. Me senté donde siempre, en la esquina de la jaula, y empecé a leer en voz baja (Todos mienten, una novela de Soledad Puertolas).  Cuando se la terminé, unos días después, ya me dejaba sentarme a su lado. Empecé a leerle otra…Bueno, un mes más tarde se dejó tocar por primera vez en su vida. Se enfureció, como era previsible, cuando intentamos ponerle un collar y una correa. Pero acabó aceptándolo todo. Una de las heridas se cerró bien, pero la otra, la de la pata de delante, no tenía ya remedio (codo roto y mal soldado:  una ligera cojera  de por vida, suavizada con analgésicos en los días malos). Esas navidades ya estaba en casa. Seis o siete meses después me dió por primera vez un buen lametón en la cara.  Es sociable, inteligente, bueno, obediente, tranquilo. A estas alturas, no puedo ni imaginar cómo sería mi vida -cada despertar- sin ese perro a mi lado.

NOTAS
He mencionado mi deuda eterna con Lola, empleada de la gasolinera de la A2. La deuda ha de hacerse extensiva a toda la gente de ANAA, por supuesto, el albergue que acogió a Ceibe y a Xela. A pesar de las largas listas de espera (vivimos en Madrid, no en Oslo…), y de los problemas de todo tipo que tienen que solucionar para poder dar salida a tantos animales,  aceptaron recoger a Ceibe, que estaba en una situación de alto riesgo, en un plazo de tiempo muy corto.

«Ceibe» en gallego quiere decir «libre».