El odio de un tulipanero

(Resumen de  El tulipán negro, de Alejandro Dumas; los fragmentos transcritos pertenecen al capítulo sexto, «El odio de un tulipanero». Ed.Akal,2000. Traducción de P.Hernúñez)

bosschaert 1630, museo de estocolmoCorre el año 1672. Cornelio Van Baerle,  joven y acomodado ciudadano de Dordrecht, ha invertido en sus arriates e invernaderos de tulipanes  una buena parte de la fortuna familiar.  Poco a poco se va haciendo con su cultivo. Produce nuevas y hermosas variedades, y su fama se extiende por las Provincias Unidas.

“…Van Baerle pertenecía a aquella ingeniosa e ingenua escuela que tomara por lema, ya en el siglo VII, este aforismo: “Es ofender a Dios despreciar las flores”. Premisa de la que la escuela tulipanera, la escuela más selecta, extrajo en 1653 el silogismo siguiente: “Es ofender a Dios despreciar las flores. Cuanto más bella es la flor, más se ofende a Dios al despreciarla. El tulipán es la más hermosa de todas las flores. Luego quien desprecia al tulipán ofende a Dios infinitamente…”

Puerta con puerta vive su archienemigo Isaak Boxtel, otro tulipanero, eclipsado por la fama (justificada) de los tulipanes de Van Baerle.   Boxtel, corroído por la envidia y la curiosidad, decide espiar todos los movimientos de su vecino. Éste no sospecha nada. Además de excelente tulipanero, Van Baerle es un hombre distraído y de buen corazón.

“…De modo que, para hacerse una idea de lo que era un condenado olvidado por Dante, había que ver a Boxtel por aquella época. Mientras Van Baerle escarbaba, abonaba, regaba sus arriates, mientras que de rodillas sobre el declive del césped analizaba cada vena del tulipán en flor y meditaba sobre las modificaciones que en él podían hacerse, las combinaciones de colores que podían intentarse, Boxtel, escondido tras un menudo sicomoro que había plantado a lo largo de la tapia, y que le servia de biombo, seguía con ojos desorbitados y la boca llena de espumarajos cada paso, cada gesto de su vecino…
…Una vez dueño de ella, tan rápidos progresos hace el mal en el alma humana, que pronto Boxtel no se contentó con espiar a Van Baerle. Quiso también ver sus flores; en el fondo era un artista, y la obra maestra de un rival le interesaba muchísimo.
Compró un telescopio, y con él pudo seguir, además de al propietario, toda la evolución de la flor  desde el momento en que su pálida yema brota el primer año hasta aquel en que, tras haber cumplido los cinco, moldea su noble y gracioso cilindro…
¡Ay, cuántas veces el desdichado envidioso, encaramado en su escalera, vio en los arriates de Van Baerle tulipanes que le cegaban por su belleza, que le quitaban el aliento por su perfección!…¡Cuántas veces, en medio de sus torturas, de las que ninguna descripción podría dar idea, se vió Boxtel tentado a saltar al jardín a la llegada de la noche y destrozar las plantas, devorar los bulbos con los dientes e inmolar al mismísimo propietario si se atrevía a defender a sus tulipanes!.
Mas matar a un tulipán  es, a los ojos de un verdadero floricultor, un crimen tan horrendo…
Matar a un hombre, pase…”

En estos momentos, como todo tulipanero que se precie, Van Baerle trabaja sin descanso en la obtención de un tulipán negro. El que lo consiga recibirá un premio de 100.000 florines, ofrecidos por la Sociedad Tulipanera de Haarlem. Boextel sabe que su odiado vecino está a punto de lograrlo.
tulipan negro“…Daba la una de la madrugada y Van Baerle subía a su laboratorio, el cuarto de vidrieras en el que tan bien penetraba el telescopio de Boxtel… Éste lo observaba escogiendo semillas, regándolas con sustancias destinadas  a alterarlas o colorearlas. Se enteraba cuando, calentando ciertas de aquellas semillas y humedeciéndolas luego, y combinándolas después con otras mediante una especie de injerto, operación minuciosa y maravillosamente ingeniosa, Van Baerle encerraba en las tinieblas a las que debía dar el color negro, ponía al sol o bajo la lámpara a las que debía dar el rojo, observaba en un permanente reflejo de agua las que debían producir el blanco…”

…Y entonces empieza de verdad la historia. 1672. Juan de Witt es desde hace casi veinte años el Gran Pensionario (algo así como Primer Ministro) de la próspera República de las Provincias Unidas. Pero el ejército de Luis XIV, el rey francés, ha empezado la invasión del país, obligando a sus habitantes a inundar  huertos y prados para cortarle el paso. hnos de wittEnfurecida, la población se vuelve contra el republicano De Witt y reclama el regreso del heredero de la casa de Orange, Guillermo III. Juan de Witt tiene un hermano, Cornelio, alcalde de Dordrecht y padrino…de nuestro amable tulipanero Van Baerle. Cuando la animadversión de los ciudadanos empieza a crecer, éste De Witt visita a su ahijado, simula interesarse por sus tulipanes y, ya a solas en el secadero de los bulbillos, le hace entrega de un misterioso paquetito, para que lo guarde  en un lugar seguro… Van Baerle  lo esconde allí mismo, en un cajón de bulbos. Y como no vive más que para sus flores, ni siquiera pregunta qué contiene el paquete. Los lectores sí lo sabemos: es la correspondencia entre el Gran Pensionario y el Marqués de Luvois, ministro de la guerra del Rey Sol. Los hermanos de Witt han tratado de negociar con los franceses para evitar la guerra; ahora bien, si las cartas cayeran en manos de los orangistas, éstos podrían tergiversarlo todo, incluso acusarles de alta traición. ..
Padrino y ahijado se abrazan y se despiden.
No pueden sospechar que, muy cerca de ellos, mirando a través de un telescopio,  alguien más ha asistido a la escena…

Cinco limones a medio pelar

Otoño 2012

Platos de peltre y/o de plata. Un vaso de buen vino blanco del Rhin, o del Mosela, quizá un Riesling. Un segundo vaso, roto. Unas aceitunas venidas en barricas desde España, por mar. Un mantel de lino bien planchado, un cuchillo de madera y plata. Unas cáscaras de ¿avellana?. Un pastel de frutas. Y un limón a medio pelar.

Un cuenco de porcelana Ming (período Wan-Li, apunta el catálogo).  Un mantel quizá de seda ¿india?. Una naranja con sus hojas (presumiendo de estar recién cogida). Un caracol que nos dice: esta naturaleza aquietada (traducción literal de «stillleven») no lo está tanto: estos frutos se ajarán, y usted, que ahora los contempla, también. Un cuchillo de plata, un vaso de buen vino blanco, quizá un Riesling. Y un limón a medio pelar.

Una fuente de porcela china, una naranja con sus hojas (¡fresquísima!). Una Copa Nautilus. Un vaso pequeño, de buen vino blanco del Rhin, quizá un Riesling. La empuñadura  de un cuchillo de plata. Un mantel de terciopelo. Una mesa de mármol. Un reloj abierto, que nos dice (sin exagerar) que el tiempo corre, que somos polvo. Unas pepitas de uva que quizá intentan, también ellas, decir algo. Y un limón a medio pelar.
Un azucarero de porcelana china, con su cucharita de plata, su platillo de plata. Una Copa Nautilus. Una naranja con sus hojas (recién cogida, ¡muy fresca!). Una copa alta de buen vino tinto. Un tapiz persa,  de terciopelo, directamente traído de la provincia de Herat. Una mesa de mármol veteado.
Y un limón a medio pelar.

Un aguamanil de porcelana, con su tapa labrada ¿en oro?. Un cuenco Ming, también con sus engastes. Un cuchillo con el mango de ágata. Unas cáscaras de avellana -allí donde, en el cuadro vecino, se esparcían pepitas. Un Nautilus, nacar y oro. Un racimo de uvas. Un tapiz persa.
Y un limón a medio pelar.

Y la única conclusión posible: ninguno de estos limones podría haber sido, por ejemplo, una manzana.

Los cuadros reproducidos pertenecen a W. Heda, Van de Velde III, y los tres últimos, los más delicados, tan lujosos y elegantes que hacen chirriar los dientes, a W. Kalf.  Salvo el primero, el más sencillo (mantel blanco en vez de tapiz, peltre en vez de plata), que es de los años 40, los demás se pintaron entre 1650 y 1665,  en el zénit artístico y comercial de las Provincias Unidas.  Los cinco cuadros (stillleven/naturaleza quieta- parada) están juntos en la sala 27 del Museo Thyssen.
Un limón sobre un cuenco de porcelana, sobre un tapiz persa. Hay que entrecerrar  un momento los ojos e imaginar todo lo que había detrás de esa imagen.  El bosque de mástiles -cientos y cientos- de los grandes veleros trasatlánticos de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, fondeados en el todopodeoso puerto de Amsterdam (hoy no podemos imaginarlo, siquiera con barcos de recreo: la estación de tren, construida en el XIX, cierra la vista al Zuidersee). La Bolsa más potente de Europa, más que la de Londres. Las mejores imprentas, los mejores cartógrafos. Los mejores relojeros, los mejores ópticos. Los mejores ingenieros.  Los mejores astilleros, los mejores orfebres. Y también los hortelanos más cualificados: los limones, tan apreciados como las naranjas,  sólo podían ser cultivados in situ con mil y un cuidados, en invernaderos acristalados diseñados expresamente para ellos. Pero hay más. El amarillo-limón complementa al azul Ming,  brilla como el nácar y recuerda al oro. Y  el lujo tiene un aquel ácido: el limón que aliña un plato de ostras (también frecuentes en este tipo de bodegones). Pero los holandeses siempre han tenido los pies  en el suelo. Una mezcla  curiosa de finesse y terrenalidad, lo que seguramente explica que pudieran  colocar juntos una fuente de plata con un arenque,  o un mueble lujosísimo, de maderas taraceadas, con esa escoba que la señora de la casa acaba de dejar apoyada junto a él… Todo es material. Material, perecedero, sabroso, bueno.

NOTAS

(1) Están…o deberían, en esa sala de ese museo. Pero la verdad es que no encontré en su sitio, ni en ningún otro, el bodegón de Van der Velde cuando fui por última vez a verlos, hace un par de meses. ¿Qué ha pasado con él?. Los detalles sobre  los objetos proceden del catálogo virtual del Museo Thyssen.
(2) Sobre la materialidad. Muchos entendidos en bodegones insisten en el caracter moral de estos cuadros holandeses. Como vanitas camufladas (al contrario que en muchos bodegones del sur, escalofriantes y explícitos). O como llamadas a la moderación: la copa de vino que nunca está llena hasta el borde, la mezcla de naranjas (dulces) y limones (ácidos)…  Hoy nos resulta trabajoso imaginar todo eso. Sólo vemos la belleza de los objetos, tal como están. Pero el reto es ver también lo que los hizo tan intensamente reales  (las cuevas de las que se extraía el lapislázuli,  las ovejas que dieron su lana para los tapices, las viñas desborrando a orillas del Mosela, etc.)
(3)Unas gotas de limón en la ostra, con la contracción muscular que sigue, son la prueba más segura de que está viva. En el caso de la ostra, lo que se come es su agonía. Literalmente.


Orange Beauty (¿tulipanes o narcisos?)

Abril 2012

Los psicólogos y sociólogos dicen que hay diferentes temperamentos: melancólicos y sanguíneos, telúricos y solares, apocalípticos e integrados… Siguiendo esa secuencia, ¿no podríamos hablar nosotros, ya que estamos en el jardín, de tulipanes y narcisos?

Los dos son bulbos que se entierran en otoño y florecen en primavera. Tierra mullida y fértil, con un DRENAJE PERFECTO, a media sombra hasta la brotación, riegos moderados. Sí, pero, a diferencia del narciso, que se queda enterrado (y feliz) de por vida, el tulipán degenera de un año para otro. Es importante no olvidarlo. El tulipán se agota produciendo bulbillos, con reservas insuficientes para formar flores de calidad al año siguiente. A cambio, es tan bonito y sofisticado que puede lucir solo en una maceta, sin compañía de nada. Hay variedades con flecos, como los famosos tulipanes «perroquets», variedades estriadas, variedades multicolores… Los tulipanes más hermosos son los tulipanes más enfermos: un virus deforma los pétalos, rompe el color, y es esa anomalía lo que multiplica el valor de la flor.

Que una gran nación como los Países Bajos, en su momento de máximo desarrollo económico, cultural y político, estuviera a punto de la bancarrota total en 1637 por culpa de los tulipanes, sólo dice cosas buenas, en mi opinión, de la gente que la habita. La historia es conocida, así que me limito a transcribir el célebre caso de un granjero que pagó por un solo bulbo ‘Viceroy’ (variedad blanca con vetas azul-rosadas) «dos toneladas de trigo, cuatro de centeno, cuatro bueyes bien cebados, ocho cerdos, doce ovejas, dos barricas de vino, cuatro de mantequilla, mil libras de queso, una cama, un traje, y una fuente de plata». (1)

Bueno, al contrario que los tulipanes, los narcisos sí son de una fidelidad a toda prueba. Siempre idénticos a sí mismos, vuelven año tras año, siempre sanos, siempre dispuestos a seguir multiplicándose. No pretenden ser sofisticados, sino naturales y casual. En solitario resultan anodinos. Pero pueden formar preciosas alfombras al pie de un árbol de hoja caduca, por ejemplo. Apoyándose unos en otros, los narcisos llenan, cubren, acompañan, se extienden… pero no destacan.

En los inciertos tiempos que nos ha tocado vivir todo el mundo prefiere lo seguro, lo que más «eternidad» parezca ofrecernos, incluso en el humilde espacio de un jardín. Es una ilusión, claro, pero ¿cómo evitarla? Todos los que tienen un jardín quieren plantas «que duren mucho» y se porten bien. Que no ensucien, que no enfermen, que se reproduzcan solas sin llegar a ser un estorbo, y que además aporten «una nota de color», siquiera durante unas semanas. Si usted quiere este tipo de jardín, entonces no hay duda: usted pertenece al grupo de los narcisos.  Ahora bien… si usted no tiene miedo a las bellezas efímeras y solitarias, y está dispuesto a cuidarlas con devoción, y a apreciarlas en su fugacidad, como las estrellas fulgurantes e irrepetibles que son, ¡entonces es usted un valiente tulipán!

Pero las cosas nunca son tan simples. Narcisos y tulipanes seguramente conviven –y pelean– dentro de cada uno de nosotros. Y pudiera suceder que todos fuéramos, a ratos, tulipanes o narcisos… Nunca simultáneamente, eso no. Si el tulipán es de los buenos ¿cómo podríamos combinarlo con narcisos sin que éstos parezcan una poca cosa o aquél un intruso extravagante…?

Durante un par de años estuve encaprichada con una dahlia ‘Bo-Kai’, que acabó sucumbiendo al frío intenso del invierno madrileño. La primavera siguiente me consagré a la veneración del tulipán ‘Orange Beauty’, el de la foto que encabeza esta entrada. Duró 15 días en flor, ¡pero qué 15 días! Cuando se apagó su llamarada naranja, que mantuvo en vilo –y creo que muertas de envidia– al resto de plantas de la terraza, desenterré el bulbo y lo tiré al compostero. No hay que dramatizar. Desde hace un año me tiene loca una Peonía japonesa variedad ‘Lavender’. Las yemas han brotado perfectamente; tiene unas hojas rojizas, como las de los rosales, pero aún no asoma la flor. (…Seguiré informando).

NOTAS

(1). La historia completa de la locura nacional holandesa en torno al bulbo la cuenta con todo detalle Simon Schama en The embarrassment of riches, Vintage Books, Nueva York, 1987, pp. 350-366.

El tulipán reproducido en la segunda foto, Semper Augustus, está en el libro Tulips, de Judith Leyster, publicado en 1643 y expuesto en el Museo de Haarlem. De ahí proceden los tulipanes de las postales y calendarios que se venden por las calles de Amsterdam.

El camino de Middleharnis

Junio 2011

Hubo un tiempo y un lugar en que las avenidas eran casi siempre sinónimo de alamedas: una  hilera de álamos (Populus alba) a cada lado del camino.  También valían chopos (Populus nigra, “álamo negro”). Y si sus troncos no fueran tan finos, los abedules (Betula pendula).  ¿Qué tienen en común, (además de que crecen rápido)? Una piel blanca, fina, a veces hecha jirones. La luz de la luna se reflejará en ellos, y el caminante, al que se le ha echado la noche encima, no se perderá. Este cuadro de Hobbema está ahora en Londres, pero fue pintado al otro lado lado del Canal, a finales del siglo XVII. En esta reproducción que he bajado de internet no se distinguen bien. Pero sí, son álamos.

¿Y por qué tienen tan poca copa los álamos del camino de Middleharnis? Se me ocurren varias explicaciones. Algunas más sencillas, otras más arriesgadas. Primero, que en Holanda –llana, desarbolada y pegada al mar– el viento es un compañero omnipresente. Y no hoy, que es un día tranquilo, pero sí quizá mañana, una ráfaga de aire se levantará en el mar –al fondo del cuadro– y romperá las ramas blandas, quebradizas, de la avenida de álamos. Segundo, que no es fácil encontrar con qué calentarse en invierno (de hecho, lo más fácil era hacerlo con bloques de turba), y el que pasaba por allí  (mejor dicho, el que estuviera autorizado para hacerlo…) podía retrepar tronco arriba por los árboles e ir cortando rama a rama con un serrote a medida que bajaba.

Ahora bien, la madera de álamo arde demasiado mal, y, por otro lado, estos troncos ¿no están demasiado derechos para haber crecido en un lugar tan ventoso?. Además, no hay tocones, y cuando el viento parte una rama no es tan cuidadoso; los brotes tiernos salen directamente del tronco; y por ellos sabemos también, de paso, que ha ido avanzando la primavera, que quizá sea ya verano; los rebrotes son numerosos, y las copas que se agitan allí arriba, como penachos, están ya bien tupidas.

Al ir quitándole las ramas bajas el árbol empezará a estirarse, a  “subir la copa”; como lo que hacemos por aquí los jardineros con los pinos piñoneros, por ejemplo, para forzarlos a “tirar  para arriba”, a crecer con el tronco recto y sin achaparrase; pero en estos casos sólo se sube “un piso” de ramas,  y en cualquier caso nunca más de un tercio de la altura total, pues se hace por razones ornamentales, no por el aprovechamiento de la madera. En el campo, que es otra historia,  a la poda radical de todas las ramas  se le llamaba “escamonda”, escamonda para leña si se quitaban ramas de grosor medio (lo que sólo podía hacerse, evidentemente, cada cierto número de años), o escamonda para forraje, si se le quitaban los ramos del año, hacia la segunda mitad del verano. Las escamondas, según se dejara o no algo de copa en lo alto,  recibía diferentes nombres y estaba sujeta a diferentes ciclos de poda/reconstrucción, según  la especie, el contrato de arrendamiento, etc. (hablar de todo eso ahora nos alejaría mucho de Middleharnis)

Aquí, en este cuadro, una escamonda para leña podría entenderse si se tratara de robles, pero nunca, me parece, con álamos o chopos (que no tienen ningún poder calórico, que cuando la rama es un poco grande se pudre con sólo mirarla, de empapada que está siempre por dentro…). Además, cuando uno quiere aprovechar un árbol para leña deja que las ramas engorden durante unos años; y las ramas que les faltan a estos álamos no eran gruesas: si el viento, o los propietarios de los árboles (el ayuntamiento, tal vez) hubieran dejado que las ramas engrosaran, también el tronco lo habría hecho en su debida proporción. Serían mucho menos altos y no estarían tan escuálidos, aún siendo especies de porte esbelto. En cuanto a la escamonda para forraje, se entendería mejor con un fresno, con un sauce… pero qué va,  en esta época del año no, y mucho menos en Holanda, donde si algo sobra, precisamente, es el pasto verde (hasta bien metido el invierno).

Mi impresión es que, aún dejándole al viento su cuota de estropicio, hay alguien que ha estado “limpiando” sistemáticamente de ramas/ramillas los troncos de esos álamos desde que eran jóvenes, y no lo hace desde luego por la leña (aunque siempre haya alguien más pobre que las ratas que pueda aprovechar incluso las ramas finas).

Tres. Acabo de recordar, al releer lo anterior, esos arbolitos flacos –“aviverados”– que venden en cualquier vivero de España (del mundo). Son árboles para hacer avenidas, o como ahora se dice, “alineamientos urbanos”.  Siempre había pensado que esos árboles los cultivaban así no sólo para que tuvieran una copa alta (que deje pasar un coche por debajo; y con el tiempo, incluso un autobús) sino también porque les sería más fácil a los del vivero transportarlos en los camiones. Por el camino de Middleharnis también pasaban carros, como se ve por las rodadas que dejan. ¿Era esa la razón de que los álamos se plantaran  “aviverados” y se les intentara conservar así año tras año, es decir, tan largos y con la copa tan desproporcionadamente pequeña? Puede haber una pequeña verdad en esa explicación… pero nada más que eso (porque a ver, ¿qué altura podía tener un carruaje, por muy cargado que estuviera hasta los topes).

De todos modos, aunque de las explicaciones anteriores pueda aprovecharse algo, ninguna me parece suficiente por sí misma. Sí, el viento rompe algunas ramas; la madera de álamo, por mala que sea, acaba ardiendo; y los carruajes no pueden andar tropezando con las ramas de los árboles. Pero tiene que haber más.

Cuatro. ¿Es posible que desde que eran muy jóvenes los álamos hayan sido conducidos “en copa alta” (como hacemos por aquí los jardineros con los pinos…)  para que el viento se filtre perfectamente por la avenida y no tire abajo unas copas densas que le ofrecerían demasiada resistencia? ¿Es posible que estos álamos no hayan tenido nunca una copa estructurada? En un pueblo de Holanda, con la capa freática tan alta, cabe pensar que las raíces no serán profundas. Los árboles aislados, y plantados en alto, serán inestables, peligrosos…

Hay un hombre a la derecha, en un nivel más bajo. Se protege con un sombrero plano y trajina muy concentrado con una navajita. Está formando árboles jóvenes, de copa redondeada y alta. ¿Destinados al jardín de algún rico vecino? Su poda parece puramente ornamental, y desde aquí al menos, por muy fijamente que escrutemos la reproducción, no se puede distinguir de qué especies se trata.

Esto es entonces lo que uno ve inmediatamente: los árboles altos y esmirriados, pelados por el viento, o por unos hombres muertos de frío, o por quien quiera que sea (nada de esto se ve en el cuadro) y, más abajo, los otros arbolillos, más coquetos, que amaestra el podador con sus navaja. Los del camino están más expuestos al viento. Los del vivero están tranquilos.

Hay muchas más cosas en el cuadro. La elevación del camino (tanto como el faro y los mástiles que se entreven al fondo) nos dice también que estamos en el norte, muy cerca del mar, en una tierra cenagosa que vive con la amenaza permanente de las crecidas e inundaciones (esto tampoco se ve). A los lados del camino corren canales de agua mansa, bien disciplinada, obediente como los arbolitos del vivero.

Un hombre viene de Middleharnis. Es un cazador, con su escopeta al hombro y su perro husmeando algo en dirección al canal. Pero unos metros más adelante hay un borrón no perceptible (sólo los libros de arte llaman la atención sobre él, y entonces sí se ve). Ese borrón es el de un segundo perro; esta vez, un perro flaco, sin dueño. Vaga por el camino de Middleharnis, tendrá hambre y pulgas; intentará cazar un conejo, o un mirlo, y a lo mejor el caminante, o el podador, se disponen a alejarlo a pedradas. Debía de ser tan poco elegante que Hobbema lo borró.

En conclusión,  ¿para qué han plantado estos álamos aquí y por qué no dejan que las copas espesen? Bueno, no son una pantalla eficaz contra el viento, eso parece claro. Tampoco el iluminar a los caminantes justificaría  una plantación tan concienzuda. El brillo nocturno viene de regalo, sin haberlo previsto. Se escoge el álamo porque crece rápido, se reemplaza rápido, y soporta perfectamente los encharcamientos. Me imagino que en alguna web holandesa lo deben de contar con todo detalle, porque aún hoy lo seguirán haciendo así en las zonas rurales (si es que les queda alguna). Las raíces de los álamos están sosteniendo el talud, protegiendo el camino de la erosión del agua, como en la playa esas masas de raíces del barrón (Ammophila arenaria), sin las cuales no podrían formarse las dunas, ni podrían protegerse los pescadores (como aquí el podador) a sus espaldas.  Y las copas no pueden crecer  porque el fuerte viento, al moverlas, podría desgajar la base del talud.  De ahí la limpieza repetida de los rebrotes del tronco (que suba pero que no engorde, que no forme nunca una pesada copa), que es lo que quizá esté haciendo, a escala menor, el hombre de la derecha.  Así que lo que interesa del álamo no es ni su copa ni su leña. Interesan sobre todo sus raíces.  La copa será la necesaria para mantenerlas vivas y hacer que el tronco estire, sin estorbar en ningún momento el paso del viento. Si los troncos están tan rectos es precisamente por eso, porque el viento se desliza entre ellos, casi bailando.  A mano izquierda se deja ver una  masa de árboles completamente diferentes –seguramente robles–, que aparecen con tanta frecuencia en los cuadros de los antiguos maestros holandeses. Ahí sí que habrá árboles deformados, con el tronco inclinado en la dirección dominante del viento, y tocones que nadie habrá limpiado, que son lo que queda de las ramas partidas por el viento; y ahí, con seguridad, sí habrá gente recogiendo leña. Y árboles, no escamondados, sino desmochados… Ese bosque, cuando las ráfagas vengan de ese lado (Middleharnis está en un islote frente a Rótterdam; el viento vendrá de todas partes) sí forma una buena pantalla contra el viento, y sí protegerá en alguna medida la avenida de álamos (en alguno de sus tramos al menos, y desde luego el vivero).

Hacer un camino en un lugar así no era ninguna broma. Hacer una red entera de canales y caminos, y conservarla año tras año, era una enorme obra de ingeniería de la que sin duda se sentían muy orgullosos los ciudadanos de Middleharnis. Así se entiende que el perro rascándose las pulgas estuviera de más.

Entonces, ¿y si esos arbolitos relamidos del vivero no fueran sino álamos de dos o tres años, destinados a reemplazar rápidamente a sus mayores, que el viento acabará partiendo, o el lodo asfixiando? El hombre del gorrito y la navaja, a la derecha, se convierte en el primer sospechoso de las escamondas en la avenida. Y no por la leña. Sólo como una labor más, una entre otras, para la conservación del camino.

En los cuadros –como en las imágenes que desfilan por la ventana del coche, ¿como cada vez que abrimos los ojos?– lo que vemos es muy poco, apenas nada. Vemos sólo lo que sabemos, y si no sabemos nada, no podemos ver nada. El perro flaco no existe, ni las manos agrietadas de los hombres que plantaron los álamos de Middleharnis, y, para el que no quiera enterarse,  ni las inundaciones ni el viento, ni la angustia de ir caminando de noche por un camino oscuro, son siquiera presentimientos. Irá a Londres, a la Nacional Gallery, y sólo verá un cuadro muy hermoso, uno de los mejores de la confortable, bien caldeada sala en la que está expuesto.