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Una cepa y una encina

LRO linda por abajo con la viña de Perico. La viña de su hermana, en realidad. O de su sobrino, un sujeto apodado «el Churrito», que tiene a sus perros de caza hacinados y los abandona en el monte cuando son viejos (noticia que me llega por su mismo tío Perico, como la cosa más natural del mundo).
Este hombre ya mayor, Perico, soltero a su pesar, se jubiló de su trabajo en el ayuntamiento hace tres o cuatro años. Sus tareas, imagino, serían las de los clásicos factótums de pueblo, que lo mismo te desatascan un registro de agua que levantan un tabique, «podan» las plataneras del parque, hacen recados, cambian bombillas… Perico ha vivido siempre con alguna de sus dos hermanas, ambas viudas. Le gusta muchísimo pegar la hebra, aunque es de los que hablan y hablan y jamás escuchan. Por eso no percibe mi escándalo cuando me cuenta lo del perro viejo que ya no cazaba y se quedó en el monte, etc. O sí lo percibe (¿?) pero le importa un carallo, porque en cualquier caso no lo entiende, y finalmente lo deja pasar… Otra de mis rarezas, pensará, como la de no arar la viña. Perico nunca levanta la voz ni se enfada. Es cansino, monótono como una chicharra. Cotilla incurable. Gran concepto de sí mismo. Tranquilo. Trabajador. Honrado y ahorrador, seguro. Hombre cabal. Siempre quiso casarse y así en la cara te lo dice. ¿Cómo es posible que ninguna moza le hiciera caso? Su modelo de mujer era, y supongo que es y siempre será, Esperanza Aguirre, por la que proclamaba abiertamente su admiración. Le tenía envidia a Anastasio, q.e.p.d., porque, siendo como era «un borracho y un desastre, que echó a perder lo de sus padres y después lo de sus hermanos», había encontrado a la Mari, una fuera de serie, «una santa», que lo había querido y cuidado hasta el final. ¡Inexplicable! Y nunca se cortó conmigo: sin llegar a insultar a Anastasio, como hacía Pepe el Nefasto, el otro vecino de LRO ( q.e.p.d. también él, si es que puede), Perico sí lo ponía educadamente a parir. Perico-Cuasi-Perfecto. Ni sentido del humor ni gota de compasión. Las dos cosas que le sobraban a Anastasio, ese «borracho perdido», «mantenido por la Mari» y largo etcétera.
A los pocos meses de jubilarse Perico me comentó que «andaba terminando por fin su casa» ¿Cómo su casa? Sí, su casa propia, a la que pensaba mudarse ahora… Con 65 años, ¡Perico se independizaba! Solo le faltaba terminar un baño. Qué bien, le dije.

El otro día se paró a charlar en el camino, como siempre. Que no se ha mudado a aquella casa lo sé por otros vecinos. No hay que preguntar qué pasó. Las últimas veces que lo hice, que pregunté, siempre había algún detalle que le obligaba a aplazar la cosa… Ahora venía de reponer unas cepas «en lo de su hermana». No le gusta ver huecos en las líneas (aquí les dicen «líneos», como dicen «lagartijo», «motosierro» etc). Cuando una cepa muere, corriendo la reemplaza para que la simetría sea completa y no se pierda ni un metro cuadrado. Perico -es justo decirlo- tuvo mucho que ver en la renovación de la cooperativa del vino y de la almazara del pueblo (hace unos 20 años). Vale mucho para todo eso. Y es tenaz. Cansino, vuelvo a decir. Está en las juntas directivas y seguro que las decisiones que toma las toma bien. Eso sí, sin mear nunca fuera del tiesto. Sin arriesgar una perra… Y como en la cooperativa pagan la uva sin seleccionarla, al peso, a Perico, como a los demás, le interesa producir mucho (quiero decir: no repone cepas solo por el prurito estético, para que las discontinuidades en el líneo no le dañen la vista, como se la dañaba a Anastasio, por cierto, ver una sola hierba en «lo arado»). Me pasma ver pasar a Perico con su remolque cargado de uvas, año tras año, vendimia tras vendimia, cuando ya se acerca a los 70 y no hay un solo sobrino que le venga ayudar (todo lo más, el miserable Churrito).

Reinicio.
Cada año, al terminar la poda, retiramos el pie seco de alguna vieja cepa. Hasta hace nada todavía las reemplazábamos. De hecho en LRO hay 25 nuevas, que el propio Perico me ayudó a injertar en 2015 (eran 35 bravías; 10 injertos no fueron adelante). ¿Seguir reponiendo? ¿Y para qué? Con más de cincuenta años (serán 54 este verano), ¿cuántas vendimias nos quedan? ¿Diez?¿Doce? Ojalá. Pero para esas 10 vendimias hay uva de sobra. El año pasado solo hicimos una tinajilla de 300 litros. Nos dimos el lujo de seleccionar uno a uno los racimos, ¡casi las uvas!, y de ir echándolos lentamente en la despalilladora.
El nuevo plan es este: 1. hacer menos vino pero mejor, y 2. cuidar con esmero todos los retoños de encina que vayan saliendo por la viña. Como no se ara, dejar incluso matas de cantueso y santolina por las calles (no todas; hay que poder vendimiar). Mantener los dos desbroces anuales. Cavar los pies si hay tiempo y ganas. Seguir sin echar azufre ni cobre (autorizados en viticultura orgánica; pero hace ya cinco años que detuvimos los tratamientos). Sólo sol y agua de lluvia. Devolver los hollejos a la viña después de prensados. Ir empezando la transición hacia… otra cosa. Cuidar más los árboles, que es lo que quedará detrás cuando las viñas «se pierdan», es decir, cuando nadie venga ya a podarlas. Reservar el agua para los árboles. Protegerlos de los corzos, que despellejan las cortezas tiernas -y no pocas veces llegan al cambium- cuando usan troncos y ramas para desprenderse del terciopelo, esa especie de tela que cubre, como papel de regalo, sus cuernas recién estrenadas. Seleccionar, refaldar y dar forma incluso a los retoños de melojo. A los brinzales de pino piñonero. A cada almendra enterrada que quiera germinar. ¿Plantar más olivos?
Ya iremos viendo.

Comienzo del fin

Vanessa cardui apurando las flores de una abelia, el mejor de los arbustos todo-terreno que se plantaron hace años entre las rocas, pegados a la casilla, a su calor, y ahora crecen solos, sin riego ni protección alguna. Queda en flor esa abelia y el rosal ‘Old Blush’, mi preferido entre los chinos, cuyas flores no dan de comer más que a las cetonias (y en primavera, con el sol en lo alto). Dos cólias -amarillo azufre, lunar negro y lunar plateado- aletean con la vanesa en torno a la abelia. Casi no se alejan de ella. Vuelan bajo, como sofocadas, se posan enseguida y pliegan las alas.

Hemos repuesto ya, para compensar las bajas de este año atroz, tres almendros (dos ‘Guara’ y un ‘Ferragnés’, de floración tardía), una higuera `Cuello de Dama’ y un hermoso nogal sin pedigrí. Quedan por plantar al menos otros cuatro almendros y tres olivos. Quedan también muchas almendras sin recoger. Hay más que el año pasado, pero pocas buenas. Las guardamos en saquitos de yute, que fueron de patatas, y vamos descascarillándolas poco a poco con un artilugio muy útil que compré en Griñón (modelo «cocodrilo»; lo tienen en cualquier ferretería; la ventaja respecto al martillo es que la cáscara no sale volando).
Crecen bien, pero despacio, las coles, alcachofas y puerros. La alberca de arriba rebosa. El pilón frente a la casilla vuelve a tener agua, y ya rebosa también, aunque más discretamente que la alberca, sobre un cauce tupido de tierra y grama que habrá que limpiar más pronto que tarde.

Hace dos días, de vuelta de poner los ajos, se me cruzó un meloncillo en el camino. Eran las tres de la tarde. Cruzó disparado, sin mirar, y se puso a salvo de un brinco entre las zarzas del otro lado. Nunca había visto uno tan de cerca (de lejos puede parecer un gato paticorto, o un hurón de buen año…) Tienen el pelaje oscuro, color chocolate, y la cabeza pequeña y puntiaguda.
No sé si veo o adivino a los alcaudones. Una pareja de plumas negras y blancas, con una gota de rojo teja.¿No deberían haberse ido? ¿Con qué otros pájaros me los confundo entonces?
Los cazadores, como cada año, han arrancado postes y carteles: propiedad privada, prohibido cazar. Ni caso. Cojo el mazo, unos carteles nuevos (fotocopias plastificadas), y volvemos a empezar. Cartuchos rojos o verdes, en los que me cabe el pulgar, aparecen entre las cepas peladas.
Al guardar la azada en la casilla me encontré una larga culebra de escalera deslizándose lentamente, muy lentamente, entre dos bloques de piedra de la pared. ¡Qué bien hicimos en dejarlos así, sin mortero! Una salamanquesa pequeña y adormilada, de cuatro o cinco centímetros, se cayó de espaldas desde el quicio de la puerta. Pero la culebra ya estaba yéndose. No la vio. Puse a la salamanquesa del derecho y la empujé con un dedo para que se metiera entre los capachos y cajas que usamos para la vendimia (el resto del año se ordenan justo ahí, detrás de la puerta).

El fin de semana pasado vino por LRO la familia de Anastasio, el anterior propietario, fallecido por Todos los Santos. Plantaron un almendro y enterraron las cenizas de Anastasio en el alcorque. El almendro crecerá en la parte alta de la finca, donde él solía poner su huerta. El valle del Tórtolas, que vierte en el Alberche, se extiende a sus pies: un ancho paisaje de encinas, olivos, viñedos, jaras. Muy a lo lejos, chalés desperdigados (urbanizaciones fantasma, en suelo rústico), plásticos de un invernadero, antenas del centro espacial de Robledo No fue nada triste. Anastasio tenía un montón de nietos, que bajaron riendo y alborotando por el camino. Cuando se despidieron subí a echar un vistazo. Añadí un tutor, del lado del viento dominante (noroeste) y protegí el tronco con un manguito de malla de plástico, muy fea, pero también muy necesaria para que los corzos no estropeen la corteza cuando vienen a frotarse los cuernos.

En quince días, a partir de ya, empezará a crecer el sol.

Anastasio

Ayer murió Anastasio, el anterior propietario de LRO. LLevaba años mal; varios meses muy mal; unos días desahuciado. Así que la muerte -es lo que se dice en estos casos- supongo que llegó deseada. Llegó por fin («Ya os llega la muerte, ya os llega«, le decía él a los tordos y a las palomas cuando, al empezar el otoño, los primeros cazadores se dejaban ver)

Anastasio, entre otras muchas cosas, me enseñó a distinguir los espárragos verdaderos de los lupios/matacanes. Me habló de las cagarrias (Morchella esculenta), que no conocía, y de los ajoporros, que nunca terminaron de gustarme. Me ayudó a instalar el riego. Cargó piedras en su tractor (no osé preguntar de donde las había sacado) para que pudiéramos terminar el muro de sostenimiento frente a la casilla. Me enseñó a podar las viñas, pero aceptó que -tras consultar algunos libros- yo matizara parte de lo aprendido y, tras la oportuna discusión, siguiera podando como él… o casi. Al vendernos la finca peleó por dejar claras las lindes con el vecino de abajo, hoy ya fallecido, «que no es malo sino nefasto», nos previno (Nefasto le quedó para siempre; Nefasta su mujer y Nefas-titis las hijas) y por que hiciéramos buenas migas con el otro vecino, Perico, quien años más tarde me enseñaría, por cierto, a injertar las cepas. Anastasio me presentó al cabrero del pueblo, Miguel «Manduca», con cuya amistad me honro, y que me provee puntualmente de estiercol para la huerta. Me llevó al almacén de piensos de Casimiro a comprar semillas. Me presentó -antes de que hiciéramos nuestro propio vino- al paisano que compraba uvas al margen de la cooperativa, un tal Pepito. Las pagaba a tocateja y las revendía en Burgos.

Anastasio deja mujer, cuatro hijos y un número x de nietos. Murió bien, rodeado de los suyos, que cuidaron de él hasta el final, y lo quisieron, sin duda, a pesar de los muchos dolores de cabeza que él les provocó en sus años buenos, los años de libertad, cuando se veía a sí mismo «fuerte y poderoso», como le oí decir un día.
Y es que Anastasio ,en esos años buenos, era informal, caótico, impredecible. Padre y esposo intermitente, imagino. Muy manejable por sus supuestos amigos, incapaz de imponerse cuando abusaban de él, Anastasio todo lo perdonaba y/o olvidaba, y no parecía darse cuenta de que, al final, tendría que pagar los platos rotos su señora. Tuvo problemas con la bebida. En una ocasión, para congraciarse con su mujer tras una borrachera que le dejó k.o. más tiempo de lo habitual, Anastasio le llevó unos iris que yo misma le corté y preparé en LRO. «Tiró el ramo por la ventana…», me contaría al día siguiente, levantando los hombros. Sospecho que también derrochó el dinero de la venta de LRO. No sé si alguna vez tuvo un sueldo fijo, regular. Era propietario de un tractor enorme con el que hacía chapuzas varias, y con el que se movía por la comarca como si fuera un monovolumen. Con ese tractor inmanejable le dio sin querer un golpe al peral de LRO: un nido de rabilargos cayó al suelo, y la madre rabilarga, cabreadísima, le fue persiguiendo por la viña, picoteándole la gorra hasta que lo sacó de allí… Imitaba a todos los vecinos, se reía de ellos en sus barbas y después les invitaba a un vino. Escucha bien, me decía también a mí, «tú nunca te enfades conmigo«. Porque me ponía verde por no arar. Y el día que llevé unos sauces y unos alisos, para plantar al pie de las terrazas de LRO, Anastasio, indignado, me soltó: ¡Siempre lo que a mí me da más asco! ¡Aliso, lo- que-el -diablo -no- quiso! El me presentó -y recomendó como si fuera hijo suyo- a Mohamed, al que le había dado por llamar «Jóse». Un intercambio habitual entre ellos, mientras compartían «botellín» después de haber estado trabajando codo con codo durante horas:
¡Moro!
-¡Borracho cabrón!

Y vuelta a empezar, con diversas variantes.

Anastasio andaba a zancadas, era difícil seguirle el paso. De joven debió de ser buen mozo. Le gustaban las mollejas, las perdices con judiones de Avila… El vino tinto por encima de cualquier modernez.
Anastasio se fijaba en las cosas y sabía escuchar. La plantación de frambuesas en LRO, por ejemplo, despertó enormemente su curiosidad. Creo que también tenía cierto sentido estético, porque siempre iba limpio, más o menos arreglado, y reñía al cabrero por ser «un puerco» y no cambiarse nunca de ropa. A veces le regalaba una zamarra, unos pantalones apenas usados: esos que lleva Manduca -me explicaba- huelen tanto a cabra que cuando se los quita de noche se van corriendo solos, camino arriba… Era buen conversador. Sentados en LRO me contó la historia de su familia, que bajó al valle desde Navalosa a finales de los años cuarenta (él vino primero, con su padre, a lomos de un borriquito). Me contó de sus hermanos mayores, «los serranos», a los que debió de idolatrar hasta ayer mismo, que trabajaban como mulos y se quedaron solteros. Me contó su frustrado intento de ir a trabajar a Madrid: de la comida que le había preparado su madre para el viaje -un pan grande, redondo, relleno de carne y envuelto en una pañoleta-, del viaje en el autobús, llorando a moco tendido, y de cómo a los tres días estaba de vuelta. Me contó de cuando empezaron a rodar películas en el castillo del pueblo (históricas, románticas.. ¡y hasta una de James Bond!) y él iba siempre de figurante con sus amigos, porque les daban de comer y porque lo pasaban bomba…

Anastasio aseguraba tener dotes de zahorí (me dijo quién le había enseñado, pero no consigo recordarlo). Para demostrarlo cogía un alambre suficientemente largo, lo retorcía formando una especie de ye, y empuñando después esta Y por los brazos, colocándosela a la altura de la cintura, iba cabizbajo entre las jaras y cantuesos – ¡shhh!, ¡shhh!, porque no se le podía hablar mientras duraba el trance- hasta que, de pronto, el extremo del alambre empezaba a moverse.
¡Ya estamos en pecado mortal!– exclamaba- ¡AQUI HAY AGUA!
¿La habría, realmente? El no lo dudaba.
Cuando empezó a perder vista, muy pasados ya los sesenta y cinco, se negó en redondo a ponerse gafas (el tantarantán que le dio al peral fue por esa época). ¡El, Anastasio, que había sido fuerte y poderoso, cómo iba a ponerse «lentes»! ¡Ni que fuera un señorito de Madrid! No las necesitaba para nada. Ni siquiera para calcular cantidades a ojo de buen cubero, algo que hacía, por lo visto, con exquisita precisión: en ese capacho van cuarenta y dos kilos y medio de uvas; ahí van (señalando el cajón del tractor, lleno de sacos) mil ciento cincuenta y cinco kilos de aceitunas… Y así, sin despeinarse, pero tirando hacia arriba siempre, porque su generosidad era legendaria. Ya vendida LRO, llegó a un acuerdo con un vecino para trasladar su huerta a la parcela de éste, muy cercana al pueblo. Con el correr de las semanas, cuando todo empezaba a estar maduro, Anastasio regalaba tomates y pimientos a espuertas, como siempre había hecho; sin mirar a quién, sin preguntar casi, como un césar de Roma echando monedas a la plebe.¿Era después correspondido, de alguna forma? No estoy segura.
Sé que Anastasio se ganó la vida durante unos años como palista; andando el tiempo, pasó a alquilar sus servicios con el tractor. Pero nunca cotizó ni se preocupó, me parece, de que sus empleadores cotizaran por él. Era vergonzoso con el dinero y muy sentido con todas las cosas. Le preocupaba lo que la gente pensara de él, así que la mitad de los trabajos los haría gratis, y por la otra mitad cobraría lo mínimo (o en especie). A cambio de ser tan espléndido -este era el «pero»- que no le fuera nadie a achuchar con que, es un suponer, ¡quedamos a las diez y son las cuatro!, que nadie pretendiera decirle cuándo y cómo…

Anastasio era también -y aquí borro el «seguramente»- la mejor persona que he conocido en este pueblo. Lo he visto llorar cuando, sentado a mi lado en una piedra de LRO, recibió por teléfono una llamada de su sobrino comunicándole que su hermana Valentina, Valentina la Buena, acababa de morir. También lo vi llorar cuando le enseñé, intrigada, los restos de una camisa de cuadros (unos harapos) que había encontrado casualmente cavando al pie de una cepa: en esa camisa -me explicó entre lágrimas- su mujer y una de sus hijas habían envuelto el cadáver de Chispa, su perra, que siempre le acompañaba subida al tractor. Detrás de aquellos jirones de tela, en efecto, aparecieron unos huesecillos mondos… Era pequeña, de color blanco, me contó. Él no había tenido corazón para enterrarla él mismo, y después no quiso sustituirla por un cachorro. No volvió a tener perros. Y tampoco era cazador, aunque lo había sido en su juventud. Dejó de cazar en los años noventa, cuando se dio cuenta de que había «pocos animales«, de que las perdices se acababan, ¡pero si tenía que traerlas el guarda del coto, unos meses antes de abrirse la veda!, y de que ver una tórtola común por el monte era casi un milagro («Antes el cielo se llenaba de ellas: venían los vascos a cazarlas…»; ¿quiénes eran «los vascos»; no llegó a aclarármelo).Y lo vi llorar de rabia en otra ocasión, recordando un episodio de hacía más de sesenta años, cuando un guardia civil presuntuoso acusó insidiosamente a su padre, el hombre más honrado del mundo, de haber robado unas patatas, y decía tener como «prueba» la huella de una alpargata… El niño Anastasio estaba junto a su padre aquel día. Cuando el padre lo negó, el guardia civil le largó un sopapo. Y me contó cómo él, siendo ya hombre, fue hasta el cuartelillo de El Escorial, a donde habían destinado al infame, y que, tras buscarlo por todas partes para «ajustar cuentas«, lo encontró al fin en una taberna. Quería que supiera que durante todos esos años el sopapo dado a su padre le seguía doliendo a él en la cara. Y entró, todo chulo, confirmó con el tabernero que el sujeto era aquel, y lo que vio fue esto: un hombre precozmente envejecido, sin uniforme ya, encorvado sobre una taza de vino. Se acercó, le dijo algo muy peliculero -«¡Vengo a matarte!», pero yo creo que se lo inventó, que de hecho no abrió la boca- , y por los gestos del otro comprendió que aquel hombre se había quedado ciego. Y entonces Anastasio se dio la vuelta, y fuese y no hubo nada. Volvió al pueblo sin matar a nadie. No dio más detalles, pero pongo la mano en el fuego, conociéndolo, de que antes de salir de la taberna le pagó al tabernero la consumición del guardia ciego. El sopapo había dejado de dolerle. Y total…
Este brazo me dejaría cortar -me dijo un día, con aquella vehemencia loca con que lo decía y hacía todo, poniendo la mano derecha en el punto donde habría que colocar el serrucho- por poder ver a mi padre otra vez. Aunque solo fuera cinco minutos...

Hace 13 años. 6 de noviembre de 2006, al volver de la notaría (Anastasio mandó a una hija; él no quiso ir). Hacía calor. El grandullón que está a mi derecha es el tío de la inmobiliaria. Anastasio le colgó del brazo una bolsa de lechugas, tomates, pepinos…

NOTAS: Todo esto, más o menos, está contado ya en algunos posts antiguos, desperdigado por otros.
https://laramadeoro.wordpress.com/wp-admin/post.php?post=1411&action=edit https://laramadeoro.wordpress.com/wp-admin/post.php?post=5151&action=edit


Cinco minutos

El tractor de Anastasio LRO se compró en noviembre de 2006. Durante la primavera siguiente nos dedicamos a discurrir (y ejecutar) un sistema de drenaje para las dos tablas/terrazas de arriba. El antiguo propietario, Anastasio, venía casi todos los días a ayudar, con el tractor o con los brazos, y a veces se traía a algún amigo.

23 de febrero de 2007:

«…Antonio «Totano» tiene de segundo mote «el alemán» porque -como me explica él mismo- «me a-atranco al hablar».  Tartamudea, «se enga-tilla», le dice Anastasio en las barbas, «no le entiende ni su madre».  Uno ya ha cumplido los 65, el otro alguno más, y los dos parecen mayores.
La única vez que Totano se subió a un barco fue hace 50 años, para cruzar el estrecho con todos los reclutas de su quinta, rumbo a Ceuta. Tampoco Anastasio sabe gran cosa del mar. Hace poco su mujer se emperró en apuntarlo a una excursión que organizaban en la parroquia. Todos juntos hasta Santiago de Compostela, en autobús. Se acercaron a visitar La Coruña, e incluso Noia, pero de aquella visita él sólo recuerda lo grandes que eran las raciones en los bares. El mar le da lo mismo.
Como cada vez que le veo, Anastasio me habla dos, tres, cuatro veces de su padre y sus hermanos mayores. Como éstos ya «estaban grandes» y se iban por ahí a ganar un jornal, el padre lo llevaba a él, que sólo tenía seis años, a pasar la noche a LRO. Dormían juntos en una choza, «aquí, donde aparco el tractor», abrigados del viento por un rodal de melojos que aún existe.  Por la mañana, cuando Anastasio se despertaba y buscaba a su padre junto a él, sobre las pajas, nunca lo encontraba. Cien veces me ha contado la escena. Se despertaba y se echaba a llorar, porque otra vez estaba solo. Porque su padre se había ido a buscar «un conejo para el desayuno». Con pocos años más ya iba Anastasio con dos burros cargados de uvas por el sendero de LRO. Que entonces -como me recuerda con frecuencia- no era más que un senderito estrecho, cerrado. Cada burro cargaba noventa o cien kilos de uvas. Y él iba y venía, iba y venía, iba y venía, hasta que llevaba al pueblo los «15.000 kilos» que producían las dos fincas (LRO y la otra, que le compró un argentino; «ése que vende camisetas en el Rastro»; Anastasio, que es coqueto, le ara las viñas a cambio de unas modernas camisetas sin mangas). …Y cuando él tenía trece años, un día, vió a su padre llorando. Había querido levantar un capacho cargado hasta arriba de uvas y no había sido capaz. Lloraba  el hombre, sentado en una piedra. «En esa piedra de ahí» (Anastasio tiene el prurito de la exactitud; le gusta calcular la producción de uvas en decenas y unidades, no en miles ni cientos).  Y entonces Anastasio cogió el capacho al vuelo y lo subió hasta la terraza de arriba. «Mi padre lloraba porque se hacía viejo», me explica. «Era un sentimental».  Y otra vez se le llenan los ojos de lágrimas a él, al hijo, cincuenta  y tantos años después, sin darse cuenta de que ya me ha contado la misma historia muchas veces.  Como la otra, casi tan repetida, de cuando  acusaron falsamente a su padre de haber robado unas patatas, porque -decía el guardia civil instructor del caso- había dejado «una huella que coincidía con la de su alpargata», y le había dado una bofetada en público, y lo que lloraron después todos en casa, «¡Porque era mentira!», grita Anastasio, rabioso, dándose con el puño en la pierna. Ya mayor, buscó hasta debajo de las piedras al maldito guardia civil, y finalmente dió con él. Lo habían destinado a un pueblo cerca de San Lorenzo. «¡Vengo a matarte!, le dije». Pero lo que  encontró  aquel día fue a un viejo tembloroso, sentado al fondo de una tasca, sin uniforme.  No veía bien, se estaba quedando ciego. Y él, que iba a decidido a vengar a su padre, acabó tomándose un vino en silencio.
Su padre murió hace treinta años. «Daba este brazo -dice Anastasio, estirándolo bien delante de él, delante de mí-  por volver a verlo cinco minutos «. Otras veces da «esta pierna». Otras veces, lo que fuera. «Con cinco minutos me conformaba…», musita mirando al suelo, sin acabar de creerse que no haya forma de arreglarlo.

Hoy hemos conseguido arrancar, por fin, el viejo tubo del desagüe (atascado),  aunque todavía han quedado algunos trozos de PVC enterrados. «To-totano» vino a ayudar. Casi no puede con el alma, pero ahí sigue, dándole a la azada dentro de la zanja. Le he pagado cincuenta euros, lo que Anastasio dijo. Terminamos la zanja de la terraza grande y llevamos algunos capachos con grava a la de arriba.  Ellos se fueron a las seis. Yo me quedé un rato más, cortando las zarzas del arroyo.
Lloviznó toda la tarde.»

El tractor de Anastasio                                 (Anastasio y uno de mis sobrinos,  marzo de 2009)

Sólo una piedra

Febrero 2012

El rincón de las fresas.

Oí que el guarda del coto la llamaba Valentina la Buena. No sé si todo el mundo la llamaba así, desde siempre, o si fue una expresión casual que ni siquiera el guarda recuerda ya. Apenas tuvimos tiempo de conocerla. Supimos que había muerto al poco de estar con ella en LRO. Ese día quedamos en organizar una comida para los hermanos e hijos de su familia, la familia que nos había vendido la finca; lo haríamos después de la vendimia, por el Pilar. Pero Valentina la Buena no llegó a octubre. Murió ese verano en el Hospital de Alcorcón, donde había ingresado muy grave unos pocos días antes.

Los anteriores propietarios eran seis hermanos. Cuando les compramos la finca quedaban cuatro: las tres mujeres y el más joven de los tres varones, Anastasio, que era quien se encargaba de seguir cuidándolo todo. Valentina andaba cerca de los ochenta pero no los aparentaba. Era delgada, enjuta, muy vivaracha. Ella no vino a la notaría el día de la compraventa porque la acababan de operar.

Un tiempo después fuimos a buscarla, a ella y a su marido, a la residencia de ancianos a la que se habían ido a vivir. Valentina llevaba un sombrero de paja  de ala plana, con un lazo rosa alrededor. Pasamos la mañana con ellos en la finca. Como su hermano, al que le encanta sentarse a contarnos historias, también ella nos contó ese día muchas cosas. Del tiempo en que no había cajas de plástico, ni mangueras, cuando los cestos de uvas se cubrían cuidadosamente con hojas de la propia viña y los cestos de higos con hojas de la propia higuera. Del tiempo en que el campo estaba lleno de gente los doce meses del año, y había tanto trabajo que nunca se podía parar. La guardia civil se dejaba caer por allí algunos domingos, para obligarles a ir a misa. A Anastasio, el benjamín, un guardia le requisó una vez las hogazas de pan que llevaba  al pueblo. Él era solo un niño. Un niño montado en un burro. Sesenta años después sigue recordando aquello, y lo único que se le olvida es que que ya nos lo contó muchas veces (añadiendo, por cierto, «que también los guardias pasaban hambre»). Sus padres sembraban cereal donde ahora hay viñas. Lo llevaban a moler y después hacían pan, ellos mismos. La huerta se regaba por surcos. Había tres albercas, y mucha más agua que hoy. “En invierno y en primavera se la oía bajar por el camino, no se podía ni pasar…”.

De todas las historias que escuché aquella mañana una me conmovió especialmente. Valentina había descubierto una piedra, una roca grande de granito, junto a la huerta de las fresas. Se agachó un poco y nos señaló una  hondonada en la parte de arriba de la piedra: ese hueco lo hizo mi padre con un hierro, dijo, para llenarlo de brasas y colocar encima la olla; ahí comíamos en invierno. Un conejo, unas patatas.

Pensé entonces  en esa otra Rama de Oro, la que no tenía nombre, y en las familias que durante décadas trabajaron esta tierra con sus manos, plantaron árboles, sembraron.  Pensé también en lo fácil que es olvidarse de todo, y en lo poco que significan las cosas cuando no sabes nada. Habíamos plantado las fresas en ese rincón porque está mirando al sur y al abrigo de las rocas. Es seguramente uno de los lugares más protegidos de LRO. Pero si es un buen sitio para las fresas, mejor lo será para la gente, en especial en invierno, cuando la mitad de la finca está helada. Vi claramente la escena. Un señor de mediana edad, duro como una encina, prepara el fuego sobre la piedra. Y sus seis hijos le miran con respeto, y esperan allí acuclillados.

Todo eso está grabado en la piedra de granito. Valentina la Buena nos lo hizo ver. Valentina la Buena, que trabajó de sirvienta en varias casas de Madrid desde que era una niña, y que murió en el hospital de Alcorcón mucho antes de lo debido, faltando a su palabra de volver por el Pilar.