A las puertas del invierno

27 septiembre. Por primera vez en 17 años no hemos podido vendimiar. Se llevó las uvas Perico, quien, por su parte, las hizo llegar a una nueva bodega de Navas del Rey (la cooperativa del pueblo ha cerrado). Recogidas el último fin de semana de septiembre, el nivel de azúcar estaría ya disparado, es decir, en su punto, tal como a Perico y a sus amigos les gusta. He pasado unos días en casa: hay otoñada, confirmado, gracias a las lluvias del mes pasado. Dice Manduca, sin embargo, que el agua que cayó por aquí no es suficiente. Que si el zamujo no está empapado no habrá níscalos, y el zamujo a día de hoy no está empapado, así es que… Pero bueno -añade, contemporizador como buen cabrero- en las pinadas claras, donde los árboles no están crecidos, la capa de zamujo es fina, se humedece enseguida, y al mismo tiempo deja que se caliente la tierra y basta para conservarle ese calor, lo que también es debido para que asome el níscalo. Por allí podríamos buscar. Quedamos en ir a Matalaszorras un día de noviembre, si yo pudiera volver, y de paso que cogemos níscalos llenamos también unos sacos de piñas -que él dice piñotas. Según la raza del pino (albar para piñonero; negral para el de enresinar) y según lo vieja que sea la piña, unas valen para prender el fuego, otras sólo para mantenerlo… (* este tema queda para otro día). En cualquier caso: los negrales, dice Manduca, son más finos para criar níscalos. Tiene fichados, por arriba del tinao, dos pimpollos de negral que crecen en una viña; por allí también hay que mirar. A lo mejor va esta misma tarde con las cabras, por capricho, aunque poco convencido de encontrar nada… y no sólo porque aún sea pronto, sino por el destrozo de los que vienen de Madrid el fin de semana, que a cada pino que ven le remueven el zamujo con palos (y así se va todo a tomar por culo, sentencia en su claro castellano Manduca, que antes se deja cortar la lengua que decirle a nadie -yo incluida hasta hace poco- la ubicación exacta de las pinadas y pimpollos donde él llena el cesto)

24 octubre, en LRO. La foto es de ayer a las 9.30 de la mañana, con la niebla deshaciéndose -sube desde el Tórtolas- y el sol empezando a atravesarla. Las cepas todavía tienen hojas, las últimas. Ha llovido más pero Miguel Manduca aún no ha catado un níscalo. Normal. No pasa nada. De momento sólo hay uno o dos por ahí escarriaos. Pero si el tiempo sigue así, el paseo de noviembre hasta Matalaszorras no será en balde.

N.B.
-Zamujo es sinónimo de pinocha. No lo encuentro en el diccionario, pero lo mismo me pasa con otras palabras de Miguel, como «tinao» -que la RAE no recoge con el sentido de «majada». Así que no hago mucho caso; lo escribo tal cual se lo oigo a él, como albar y negral, en la acepción que él les da.

Níscalos por fin

La crisis de 2009 paralizó las obras de la enésima promoción inmobiliaria del pueblo. Dos enormes pinos se salvaron de los buldóceres y, con ellos, los micelios de níscalos que fructifican puntualmente a sus pies cada año. Los perros corren por ahí. Yo voy moviendo un poco las acículas con un palo fino. Y aquí están por fin, burbujeando a unos dos o tres metros del tronco. A las máquinas les dio tiempo a empezar los movimientos de tierra. Cantuesos y jaras han recolonizado las orillas de las zonas ya excavadas, y en el fondo, que se encharca todos los inviernos, hay ranas haciendo su puesta en abril, y después todo son renacuajos, y después niños, que vienen de Madrid a pasar el fin de semana y chillan de alegría cuando ven el bullir en el agua, y tratan de pescarlos y llevárselos a casa, a esos renacuajos a medio hacer, en recipientes improvisados que después sus madres les ordenan devolver a la charca…
Ahora es octubre. Así que níscalos, que vienen a ser, en el equinoccio de otoño, como el croar de las ranas o los gritos de los niños madrileños en el de primavera. Los corto con cuidado y los guardo en la chaqueta dada la vuelta, procurando que no se me rompan mucho. Nada es como antes, ya lo sé (¿cuándo era Antes…?), pero hoy comeremos níscalos, con ajo y perejil y una copa de garnacha.

Esplendor en la hiedra

En septiembre y octubre huele a miel en el jardín. ¡No hay que podar las hiedras! No, al menos, hasta marzo. Ahora florecen y cuajan. Y también ahora, cuando tan pocas flores se ven ya por el campo, las abejas terminan de reunir sus reservas para el invierno. Después maduran las bayas; racimos densos, de color negro mate, que alimentan a las tórtolas turcas que empiezan a verse por aquí, rondando los comederos de los perros y los gatos (jugándose la vida, de hecho: más les valía meterse entre la hiedra y no salir). En el vídeo también se ven avispas. Se las distingue bien por la librea amarilla/negra, muy marcada, y porque no tienen ni pelambrera (las abejas sí; unas más y otras menos) ni corbículas de polen en las patas traseras.

Esta es una abeja de la miel, una abeja «común», Apis mellifera, que murió en acto de servicio al pie de la hiedra que cubre el tejadillo de la entrada de la bodega. Hay otras que se le parecen. Las del género Colletes , las del género Andrena... se distinguen principalmente (i.e., ante la duda, hay que mirar ahí) por la venación de las alas y por el tamaño y forma de la lengua. Apis, Colletes, Andrena y alguna más tienen en común las tres celdillas submarginales (sm, en la foto de abajo). Mi abeja es Apis mellifera porque la celdilla marginal (m) llega casi al extremo del ala. Además, porque tiene la lengua larga y fina de las abejas del género. Además, por esas patas planas características que le cuelgan en vuelo, literalmente «cargadas hasta las trancas»… (Link: M.Chinery, guía de insectos + http://www.abejassilvestres.es/resources.html – o directamente: //www.abejassilvestres.es/media/Chuleta_id_abejas.pdf)

Llueve, vermú, salsa de tomate

Cuarenta litros de lluvia tras el cristal de la ventana
Vermú Dabuti, de El Molar, en la Sierra Norte de Madrid.
Tres tipos de tomates cultivados en LRO este verano: los de Manduca, los de Cheché (plantones de Mariquiña, Sarria) y los «rosa» comprados en el Rincón Verde, en La Coruña. Todos empiezan a pasarse de maduración, que es como hacen mejor salsa. Tarros y tarros para el invierno. Con cebolla, un poco de ajo. Hay quien añade un trozo de pimiento rojo. Sal y azúcar.

Todo é fiuncho

Cruzando a Costa da Morte. A carón dos camiños, nos solares, nos taludes, arredor das leiras… Fiunchos xa maduros. E nos soutos: ourizos de castiñeiro mailas primeiras follas caídas no chán, aínda verdes. Hai quen, non tendo anís, tira de fiuncho para aromatizar as castañas. Nós faremos magosto terra adentro, onde en outono todo é fiuncho tamén, máis pequeno pero igual de abondoso se a terra é lixeira -aquí, case que area. As castañas serán as que trouxemos da aldea. A metade delas terán «bicho» dentro (Curculio elephas, un gorgojo); a outra metade irá asarse ao lume, feito esta vez- hecho esta vez de jaras, romeros, sarmientos y leña menuda de las encinas de LRO.

Otoñada

Momento de esparcir los hollejos del rosado por la viña. Cuando descubemos y prensemos el tinto, en unos quince días, traeremos el resto. Hollejos, semillas, escobajos. Cosas que la viña produjo con ayuda del sol y ahora toca devolverle, para que se descompongan ahí mismo.

En la cancilla del jardín cuelgan dos cencerros de latón, que tintinean y hacen ladrar a los perros cuando se acerca alguien. Es Miguel Manduca, el cabrero jubilado, que viene a traerme una bolsa de pimientos. Me trae a mayores una calabaza de dos kilos «que te manda el moro» (Samir, deduzco, el hermano de Wasah; han metido su rebaño en las instalaciones que Miguel ya no usa). Entra a inspeccionar la bodega. Una habitación de 10 metros cuadrados escasos, robada a lo que tenía que haber sido un garaje. Las cubas están tapadas con bolsas grandes de basura, de las de 100 litros, y atadas con pulpos para que no se oxide el vino. A Miguel, que siempre está contento, le gusta todo. El olor a mosto. El suelo fregado. El termómetro de plástico. La foto de mi tatarabuela de Ortigueira, con el cubo «para el cerdo» en la mano izquierda… (Manos artríticas, idénticas a las suyas,  pero fotografiadas a una distancia -insignificante- de casi cien años y ochocientos kilómetros). ¿Ya está cociéndose?, pregunta. A todo trapo, Miguel. Y suelto un pulpo para que pueda ver el sombrero (la torta de hollejos que el gas hace subir a la superficie). Hay que mecerlo, ya lo sé. Le enseño el apaño: un palo de azada, comprado en el chino, con un disco de encina atornillado en la base.  También esto le gusta (su amigo Severo, más exigente, tendría algo que decir: que si es muy pequeño, que si es muy grande…). El Joaquín -me dice Miguel- ha recogido ya el albillo pero aún no ha empezado con la garnacha.  Mal hecho, mal hecho. Y suelta unas risitas zorrunas, y asiente con la cabeza, dándose la razón a sí mismo, porque – aun estando como está, con la espalda doblada, dos prótesis de rodilla etc- Miguel sigue siendo, además de listo y observador (como todos los cabreros), un poco/bastante cotilla. Ha llovido fuerte durante tres días, continúa (en el pluviómetro de la cocina: 57 litros), y ahora, por confiado, recogerá solo uvas aguadas, ¡el Joaquín! O a lo mejor no -replico, solidarizándome con el otro-. Ya escurrirán. Volverá el calor. Yo misma he dejado dos «líneos» de uvas sin recoger. Poca cosa, pero de mucha sustancia. Tendrán más grado. Haré con ellas una barriquita «premium», para paladares finos como el de Severo… (vuelta a reírse el cabrero)

Miguel Manduca ahora va siempre con la mascarilla. Ya no se pone cantuesos en la nariz (además, tampoco los hay; la floración es en abril). Me dice que Severo está aburridísimo. Sus hijos no le dejan salir apenas. Le regañan si llega tarde, si se entretiene callejeando.  No tiene ya cuchillos ni hoces que afilar. Nada que hacer. Le digo a Miguel que pare a recogerlo «en lo que sube al tinao», y se pasen un momento por aquí. Tengo cosas que preguntarle. Dudas sobre la fermentación del rosado, que se hace casi como el blanco, pero con algunas diferencias (por ejemplo: ¿no me estaré pasando limpiándolo tanto?, ¿no habrá que dejarle una parte de los lodos, para que sepa a algo? Este es el tipo de cosas que sabe Severo)

Gracias a esos 57 litros  de lluvia habrá níscalos enseguida. Miguel vendrá con una bolsa hasta la cancilla. Después de cincuenta y cinco años paseando su rebaño por la comarca, tiene mentalmente localizados todos y cada unos de los pinos piñoneros y carrascos de la Sierra Oeste, e incluso en los años malos, los años sequísimos, él se las arregla para encontrar níscalos y traerme a mí unos pocos. Llamará a la cancilla e insultará cariñosamente a los dos perros que fueron suyos (al jubilarse, vender el rebaño y trasladarse al pueblo, sus dos perros, ya viejos, se vinieron para aquí; Chispa es más tranquila; pero su hermano Curro -al que Miguel llama Curro «Bezoya» (¿?), como el agua mineral- era nervioso y mordía a las ovejas y las cabras; Miguel le amenazaba con el garrote, a voz en cuello, pero no llegaba  a darle porque no le sostenían las rodillas, ni la hernia, ni la espalda…)
-¡Curro, Cuuurro Bezoia!  ¡Vas a llevar una hostia…!
Y el perro viejo caracolea a su alrededor, haciéndole fiestas.

Mientras escribo esto vuelve a lloviznar. Con puntualidad británica, Miguel Manduca entrará en la bodega dentro de dos semanas con su bolsa de níscalos. En ese momento estaremos embotellando de prisa y corriendo el tinto del año pasado, para trasegar a las barricas recién vaciadas el vino nuevo, el que está fermentando ahora, sin que pase mucho tiempo entre una operación y otra (a ser posible, no más de 24h; si la madera se seca puede picarse).Y luego en primavera Miguel volverá otra vez, pero con una bolsa de espárragos. Primero se oirán los cencerros de la cancilla, después la voz cantarina del cabrero:
– ¡Curro Bezoia, mariconazo!
Para entonces los hollejos se habrán descompuesto por completo. Estaremos filtrando y embotellando el rosado, y, si no hay contratiempos, si nos espabilamos, puede que terminando de podar las cepas. 

(Foto de hoy, una semana después de la charla con Miguel Manduca. Uvas para la barrica praemium + Curro)

NOTA
Flores de cantueso en la nariz: era el sistema que usaba Miguel para protegerse cuando no había mascarillas .
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Herrerillo

No es que no estuvieran antes, es que las hojas los escondían. Tampoco había tantos tiros de escopeta a primera hora. Las tórtolas turcas, sobre todo, se acercan más a casa, se arriesgan por los comederos de los perros y los gatos, y a veces -cómo evitarlo- alguna termina desplumada sobre la hierba. Los mirlos y pájaros más pequeños, en particular este herrerillo, y una curruca capirotada que se empeña en picotear el cristal de la galería, vienen a buscar arañas e insectos entre las ramas de esa Lagersotroemia de la foto, que se va pelando empezando por arriba, y a tantear las primeras aceitunas medio maduras de los olivos. Ya no quedan higos ni moras ni uvas (son zorros, me parece, quienes limpian de rebuscos las cepas). Descontando las semillas de los cardos, alijonjeras -de floración tardía- y no sé si de muchas gramíneas, porque este verano se ha agostado todo demasiado pronto, ahora hay que conformarse con esas aceitunas todavía un poco duras, con las endrinas ya un poco pasadas, los escaramujos de los setos (también de algunos rosales domesticados: mi ‘Centenaria de Lourdes’, por ejemplo), los pistachos en miniatura de las cornicabras (Pistacia terebinthus) y las primeras bayas de hiedra por las tapias de los jardines, allí donde sus propietarios hayan tenido el buen sentido de dejarlas florecer.

Estrictamente para pájaros ( bis)

Es un decir. Porque moras ha de haber para todos, incluso para los humanos. Este año de sequía pertinaz no hemos recogido moras de LRO (variedades hortícolas), pero sí muchas en un seto cercano, beneficiado por la relativa humedad de una cuneta. Quien diga que la mora silvestre, por el hecho de serlo (silvestre), es más rica que la variedad hortícola, creo que nunca ha probado una ‘Royal Crown’ en todo su esplendor. Es infinitamente más jugosa, más dulce, más sabrosa. Sin embargo, es verdad que le falta algo. Le falta el aroma a mora. Ese arrecendo…

Para la mermelada de mora silvestre, medio kilo o tres cuartos de azúcar. Para la hortícola: con 300 gramos suele bastar. Y en los dos casos, medio limón.

Por último. Entre el primer «Estrictamente para pájaros» (https://laramadeoro.wordpress.com/wp-admin/post.php?post=356&action=edit) y este bis, varios años posterior, han pasado algunas cosas. Que ahora existe spotify, por ejemplo, y que mientras escribo y a la vez como, a la vez escucho, y a la vez recuerdo.

El eterno otoño de los feacios

«En el exterior del patio, cabe las puertas, hay un gran jardín de cuatro yugadas y alrededor del mismo se extiende un seto… Allí han crecido grandes y florecientes árboles: perales, granados, manzanos de espléndidas pomas, dulces higueras y verdes olivos. Los frutos de estos árboles no se pierden ni faltan, ni en invierno ni en verano: son perennes; y el céfiro, soplando constantemente, a un tiempo produce unos y madura otros: la pera envejece sobre la pera, la manzana sobre la manzana, la uva sobre la uva y el higo sobre el higo. Allí han plantado una viña muy fructífera, y parte de sus uvas se secan al sol en un lugar abrigado y llano, a otras las vendimian, a otras las pisan, y están delante las verdes, que dejan caer la flor, y las que empiezan a negrear… Tales eran los espléndidos presentes de los dioses en el palacio de Alcínoo, rey de los feacios» (Odisea, canto V, ed. Aguilar)

De modo que cuando el naufrago Ulises llega a Esqueria (la isla en la que reina Alcínoo) allí era a la vez primavera y otoño, verano e invierno. Flor y fruto a la par. Todas las estaciones en una. Pero, como Juvenal dejó escrito muchos siglos después, esa estación única era, de hecho, un otoño perpetuo, pues todas las frutas que Homero menciona maduran a partir de ahora, cuando el verano termina. En el país de los feacios no hay cerezas, ni fresas, ni melocotones… frutas de primavera y de verano, menos exuberantes y de peor (o nula) conservación. Sin embargo, no es esta imagen homérica -de plenitud otoñal- la que predomina en las utopías literarias posteriores. En ellas se prefiere la primavera, una eterna primavera llena de luz y de flores… Pero no. Ni la luz ni las flores se comen. Para los que prefieren comer a cantar (o hacerlo, al menos, por ese orden) siempre será preferible el otoño.

Higos a secar, cubiertos por una gasa

NOTA1. Para secar los higos:
Hay quien los ensarta en un cordel y lo va colgando al sol, o en una habitación aireada, como los fallados de las casas antiguas, allí donde también se ponían a secar racimos de uvas, y se almacenaban manzanas y calabazas. Yo prefiero secar los higos en cestos o en cajas de plástico con agujeros, las mismas que usaremos para la vendimia, porque son más fáciles de trasladar. No tiene más misterio la cosa. Lo único importante, me parece, es cubrirlos con una gasa o una redecilla apretada, u otra caja vuelta del revés. para que no vengan los insectos a comerlos, o peor, a dejar ahí sus puestas. De noche sobre todo, porque a las polillas le gustan bastante (y el relente nocturno retrasa el secado). Lo suyo, en realidad, sería meterlos cada noche a cubierto… Otrosí. Los que secan higos a lo grande, y lo hacen bien de verdad, los escaldan un minuto antes de ponerlos a secar, para liquidar cualquier patógeno que puedan llevar ya dentro.
Se recogen cuando ya se han arrugado y deshidratado pero todavía están blandos.

NOTA 2: La cita de Juvenal: Sátiras, V, 151