Claude Gellée, llamado «el Lorenés»: Puerto de mar al ponerse el sol.1639
I. Este es uno de los cuadros que el jardinero de Luis XIV, André Le Nôtre, contemplaba por las noches cuando se sentaba a cenar en compañía de Francisca, su mujer. Quizá también le echara un ojo por las mañanas al salir a trabajar, antes de calarse el sombrero y cerrar el portalón que daba a la calle. No era el único cuadro de Claudio de Lorena que poseía: una Fiesta campesina – de buena mañana, bajo el enorme roble de rigor- colgaba junto a los veleros y el sol poniente. Y en su colección había además tres Poussin, varios Domenichino, dibujos de Rafael, de Rembradt, de Rubens… Todo un patrimonio, fruto del trabajo ininterrumpido durante más de setenta años al servicio de los reyes y «grandes» de Francia. El único vicio de Andrés, o mejor, la única libertad que tal vez podía permitirse en su vida privada, era precisamente ése: comprar cuadros y objetos hermosos, para contemplarlos siquiera unos minutos antes de volver al chantier (Saint-Germain, Chantilly, Sceaux… y siempre y en todo momento, Versalles). Pero M. Le Nôtre también había invertido en títulos de renta y bienes inmobiliarios. A su muerte, con 87 años, el jardinero de Luis XIV dejaba tras de sí una pequeña fortuna que ningún hijo heredaría: Andrés, hijo de Juan, hijo de Pedro, todos ellos jardineros, podía hacer vivir árboles y flores (incluso esos olmos y robles tres veces centenarios de los que el Rey Sol se encaprichaba, y que había que arrancar, y transportar en carretas hasta Versalles, y sacar adelante como fuera) pero no podía hacer vivir a sus propios niños; ni a su primogénito, Jean-François, ni a los otros dos que le siguieron.
Andrés plantaba robles, tilos, carpes. Contemplaba los crepúsculos del Lorenés. Enterraba a sus hijos. Y a lo mejor se consolaba pensando en ese sobrino-nieto tan querido, Claudio, al que había ido enseñando todos los secretos del oficio. Claudio, el nieto de su hermana Isabel, se curtiría como jardinero en las Tullerías, bien entendu, y después ya se vería... Y también estaban ahí sus dos sobrinas, hijas de su otra hermana y de Simon Bouchard, el responsable de la Orangerie: cuando su padre muriera, esas niñas seguirían ocupándose de meter a cubierto, cada mes de noviembre, los naranjos e higueras itinerantes del Rey Cristianísimo.
Un día de 1700, cogidos del brazo, cada uno con su bastón en la mano libre, esquivando charcos aquí, pisando despacio los adoquines allá para no trastabillar (pasaba él de los 80, ella de los 70) Madame y Monsieur Le Nôtre cruzaron juntos las calles de París para ir al notario. La señora Francisca, con su sólido sentido común y no poco retintín, insistió en añadir este párrafo al testamento: » …Y hace constar que es la referida dama, su esposa, quien se ha preocupado por conservar los bienes que poseen, gracias a su buen gobierno y economía, habiendo sido siempre el referido testador muy proclive a gastar dinero para su gabinete de arte, sin pensar en ahorrar, etc» (1). En el testamento, sin embargo, no estaban ya los dos cuadros del Lorenés que Le Nôtre había comprado. El jardinero sin hijos se los había regalado al rey Luis, como los tres Poussin de su colección, hacía ya siete años . Y por ese motivo -por el hecho de haber pasado enseguida a las colecciones reales- hoy podemos verlos nosotros en el Louvre (segundo piso, ala Richelieu, sala 15; en el catálogo virtual del museo se dan todos los datos: http://www.cartelen.louvre.fr ).
II. Bueno. Le Nôtre había estudiado matemáticas y arquitectura en La Gran Galería del Louvre. Tenía mano para el dibujo. Y no digamos ojo. Él era el maestro jardinero que analizaba la topografía, diseñaba, preparaba los planos, organizaba los suministros, y dirigía cuadrillas de miles de hombres, a los que, según conviniera, ordenaba podar, regar, allanar, recrecer, retirar, abonar, trasladar, reponer… Todos los grandes jardines de Francia pasaron por sus manos entre 1650 y 1700, desde las Tullerías, donde se formó – con su padre y con su abuelo-, hasta el último rincón del último bosquete de Versalles. Con más de treinta jardines en su haber, André le Nôtre entraría en la historia de la jardinería como idólatra de la línea recta, la simetría, y el parterre «a la francesa».
Cabía esperar, pues, que las generaciones de la segunda mitad del XX no se sintieran demasiado a sus anchas en este tipo de jardines, percibidos como algo rígido y monumental, lejanísimo, ajeno a nuestros referentes estéticos de hoy. Pero el error, en mi opinión, está en juzgar Versalles -o cualquiera de sus hijos e hijastros- como si nosotros y nuestras circunstancias del XXI fuéramos a instalarnos en él mañana. ¿Qué sentido tiene acercarse con prisas, con poca y/o mala información (a codazos entre otros miles y miles de turistas, todos en bermudas, todos despistados) para acabar soltando un apático «me gusta» o «no me gusta»?. Si todavía vale la pena hacer cola junto a la verja de entrada (y yo creo que sí) es para preguntarse cómo pensaban, amaban, soñaban, se distraían, morían…. los hombres y mujeres que crearon semejante jardín, y para preguntarse finalmente si, a pesar de las diferencias, ¿hay algo que podamos compartir todavía ese señor de la peluca y nosotros, a tantos siglos de distancia?. Admitida la dificultad inicial (que se supera, me parece; es como leer la Ilíada sin estar acostumbrado al lenguaje de la épica clásica: pasados los primeros cantos, el resto va rodando), lo que no se entiende bien es que alguien se permita, con una altivez y una falta de sentido histórico asombrosos, poner verde al susodicho Andrés: » … toda su obra está empapada de tristeza. Esos árboles domeñados parecen sumisos, sin vida, estériles, y son la viva imagen de ese hombre que, aún habiendo hecho fortuna, vivió como un criado y murió sin hijos (…) Cuando contemplo esas largas avenidas sin vida, ese rostro austero de labrador disfrazado de noble, mi corazón se queda helado y la incomprensión domina (…)». El que lo firma no es ningún mindundi; es A. Baraton, actual director de los jardines de Versalles (2). Más adelante todavía le dedica unas líneas a su falta de vocación jardinera («il est plus un architecte»), a su falta de originalidad, y a su nula evolución: «...tuvo el inmenso mérito, gracias a Luis XIV, de hacer posibles las ideas de Boyceau y de Mollet. Pero él no era un creador… Tenía amigos, medios, un rey que le adoraba… y en todo eso yo no veo al genio por ninguna parte, etc«. (2). Baraton piensa, en definitiva, lo mismo que un alto porcentaje de esas hordas de turistas. Es el viejo prejuicio contra el orden clásico, nacido en el ocaso del siglo, apenas terminado de plantar el último bosquete del Trianon…
III. Es sabido que los jardines de Le Nôtre serían furiosamente criticados por la generación siguiente, la de los «paisajistas ingleses». Sí. Pero estos mismos paisajistas dieciochescos iban a elevar a los altares a …¡Claudio de Lorena!, cuyos paisajes «sublimes» consideraron desde el principio como el modelo a seguir; es decir, a reproducir sobre el terreno, pues «crear un jardín es un pintar un cuadro » (A.Pope, gurú del jardín inglés). Paradójicamente, el hombre que se había empapado cada día de su vida con esos paisajes pre-románticos, esa luz oblícua, ese permanente interrogante que flota en la línea de los horizontes del Lorenés, era el padre de la geometría hecha jardín, Andrés el Nuestro, enemigo número uno de Pope, Lord Shaftesbury, Horace Walpole y demás tratadistas del nuevo estilo de jardín .
¿Cómo se come todo esto?.
(Continuará en el post «Matemáticas verdes»)
NOTAS
(1) La anécdota del testamento la cuenta E. Orsenna en Portrait d´un homme heureux, Editions Fayard, 2000, p.147, utilizando como fuente la monografía de E.de Ganay, A. Le Nôtre, Paris, 1962.
(2) A.Baraton, Le Jardinier de Versailles, Editions Grasset, 2006, pp. 162-167. «El» Jardinero de Versalles, naturalmente, es él, M.Baraton, que empezó cobrando tickets en un cajero de la entrada y supo buscarse la vida. Un hombre que destesta que le tuteen o se refieran a él como «Alain, el jardinero» (lo considera un desdoro) y que, según él mismo cuenta, ha desempolvado el apelativo familiar «de la Vergne», para añadir y dar lustre a su sencillo Baraton (p.140)…