El camino de Middleharnis

Junio 2011

Hubo un tiempo y un lugar en que las avenidas eran casi siempre sinónimo de alamedas: una  hilera de álamos (Populus alba) a cada lado del camino.  También valían chopos (Populus nigra, “álamo negro”). Y si sus troncos no fueran tan finos, los abedules (Betula pendula).  ¿Qué tienen en común, (además de que crecen rápido)? Una piel blanca, fina, a veces hecha jirones. La luz de la luna se reflejará en ellos, y el caminante, al que se le ha echado la noche encima, no se perderá. Este cuadro de Hobbema está ahora en Londres, pero fue pintado al otro lado lado del Canal, a finales del siglo XVII. En esta reproducción que he bajado de internet no se distinguen bien. Pero sí, son álamos.

¿Y por qué tienen tan poca copa los álamos del camino de Middleharnis? Se me ocurren varias explicaciones. Algunas más sencillas, otras más arriesgadas. Primero, que en Holanda –llana, desarbolada y pegada al mar– el viento es un compañero omnipresente. Y no hoy, que es un día tranquilo, pero sí quizá mañana, una ráfaga de aire se levantará en el mar –al fondo del cuadro– y romperá las ramas blandas, quebradizas, de la avenida de álamos. Segundo, que no es fácil encontrar con qué calentarse en invierno (de hecho, lo más fácil era hacerlo con bloques de turba), y el que pasaba por allí  (mejor dicho, el que estuviera autorizado para hacerlo…) podía retrepar tronco arriba por los árboles e ir cortando rama a rama con un serrote a medida que bajaba.

Ahora bien, la madera de álamo arde demasiado mal, y, por otro lado, estos troncos ¿no están demasiado derechos para haber crecido en un lugar tan ventoso?. Además, no hay tocones, y cuando el viento parte una rama no es tan cuidadoso; los brotes tiernos salen directamente del tronco; y por ellos sabemos también, de paso, que ha ido avanzando la primavera, que quizá sea ya verano; los rebrotes son numerosos, y las copas que se agitan allí arriba, como penachos, están ya bien tupidas.

Al ir quitándole las ramas bajas el árbol empezará a estirarse, a  “subir la copa”; como lo que hacemos por aquí los jardineros con los pinos piñoneros, por ejemplo, para forzarlos a “tirar  para arriba”, a crecer con el tronco recto y sin achaparrase; pero en estos casos sólo se sube “un piso” de ramas,  y en cualquier caso nunca más de un tercio de la altura total, pues se hace por razones ornamentales, no por el aprovechamiento de la madera. En el campo, que es otra historia,  a la poda radical de todas las ramas  se le llamaba “escamonda”, escamonda para leña si se quitaban ramas de grosor medio (lo que sólo podía hacerse, evidentemente, cada cierto número de años), o escamonda para forraje, si se le quitaban los ramos del año, hacia la segunda mitad del verano. Las escamondas, según se dejara o no algo de copa en lo alto,  recibía diferentes nombres y estaba sujeta a diferentes ciclos de poda/reconstrucción, según  la especie, el contrato de arrendamiento, etc. (hablar de todo eso ahora nos alejaría mucho de Middleharnis)

Aquí, en este cuadro, una escamonda para leña podría entenderse si se tratara de robles, pero nunca, me parece, con álamos o chopos (que no tienen ningún poder calórico, que cuando la rama es un poco grande se pudre con sólo mirarla, de empapada que está siempre por dentro…). Además, cuando uno quiere aprovechar un árbol para leña deja que las ramas engorden durante unos años; y las ramas que les faltan a estos álamos no eran gruesas: si el viento, o los propietarios de los árboles (el ayuntamiento, tal vez) hubieran dejado que las ramas engrosaran, también el tronco lo habría hecho en su debida proporción. Serían mucho menos altos y no estarían tan escuálidos, aún siendo especies de porte esbelto. En cuanto a la escamonda para forraje, se entendería mejor con un fresno, con un sauce… pero qué va,  en esta época del año no, y mucho menos en Holanda, donde si algo sobra, precisamente, es el pasto verde (hasta bien metido el invierno).

Mi impresión es que, aún dejándole al viento su cuota de estropicio, hay alguien que ha estado “limpiando” sistemáticamente de ramas/ramillas los troncos de esos álamos desde que eran jóvenes, y no lo hace desde luego por la leña (aunque siempre haya alguien más pobre que las ratas que pueda aprovechar incluso las ramas finas).

Tres. Acabo de recordar, al releer lo anterior, esos arbolitos flacos –“aviverados”– que venden en cualquier vivero de España (del mundo). Son árboles para hacer avenidas, o como ahora se dice, “alineamientos urbanos”.  Siempre había pensado que esos árboles los cultivaban así no sólo para que tuvieran una copa alta (que deje pasar un coche por debajo; y con el tiempo, incluso un autobús) sino también porque les sería más fácil a los del vivero transportarlos en los camiones. Por el camino de Middleharnis también pasaban carros, como se ve por las rodadas que dejan. ¿Era esa la razón de que los álamos se plantaran  “aviverados” y se les intentara conservar así año tras año, es decir, tan largos y con la copa tan desproporcionadamente pequeña? Puede haber una pequeña verdad en esa explicación… pero nada más que eso (porque a ver, ¿qué altura podía tener un carruaje, por muy cargado que estuviera hasta los topes).

De todos modos, aunque de las explicaciones anteriores pueda aprovecharse algo, ninguna me parece suficiente por sí misma. Sí, el viento rompe algunas ramas; la madera de álamo, por mala que sea, acaba ardiendo; y los carruajes no pueden andar tropezando con las ramas de los árboles. Pero tiene que haber más.

Cuatro. ¿Es posible que desde que eran muy jóvenes los álamos hayan sido conducidos “en copa alta” (como hacemos por aquí los jardineros con los pinos…)  para que el viento se filtre perfectamente por la avenida y no tire abajo unas copas densas que le ofrecerían demasiada resistencia? ¿Es posible que estos álamos no hayan tenido nunca una copa estructurada? En un pueblo de Holanda, con la capa freática tan alta, cabe pensar que las raíces no serán profundas. Los árboles aislados, y plantados en alto, serán inestables, peligrosos…

Hay un hombre a la derecha, en un nivel más bajo. Se protege con un sombrero plano y trajina muy concentrado con una navajita. Está formando árboles jóvenes, de copa redondeada y alta. ¿Destinados al jardín de algún rico vecino? Su poda parece puramente ornamental, y desde aquí al menos, por muy fijamente que escrutemos la reproducción, no se puede distinguir de qué especies se trata.

Esto es entonces lo que uno ve inmediatamente: los árboles altos y esmirriados, pelados por el viento, o por unos hombres muertos de frío, o por quien quiera que sea (nada de esto se ve en el cuadro) y, más abajo, los otros arbolillos, más coquetos, que amaestra el podador con sus navaja. Los del camino están más expuestos al viento. Los del vivero están tranquilos.

Hay muchas más cosas en el cuadro. La elevación del camino (tanto como el faro y los mástiles que se entreven al fondo) nos dice también que estamos en el norte, muy cerca del mar, en una tierra cenagosa que vive con la amenaza permanente de las crecidas e inundaciones (esto tampoco se ve). A los lados del camino corren canales de agua mansa, bien disciplinada, obediente como los arbolitos del vivero.

Un hombre viene de Middleharnis. Es un cazador, con su escopeta al hombro y su perro husmeando algo en dirección al canal. Pero unos metros más adelante hay un borrón no perceptible (sólo los libros de arte llaman la atención sobre él, y entonces sí se ve). Ese borrón es el de un segundo perro; esta vez, un perro flaco, sin dueño. Vaga por el camino de Middleharnis, tendrá hambre y pulgas; intentará cazar un conejo, o un mirlo, y a lo mejor el caminante, o el podador, se disponen a alejarlo a pedradas. Debía de ser tan poco elegante que Hobbema lo borró.

En conclusión,  ¿para qué han plantado estos álamos aquí y por qué no dejan que las copas espesen? Bueno, no son una pantalla eficaz contra el viento, eso parece claro. Tampoco el iluminar a los caminantes justificaría  una plantación tan concienzuda. El brillo nocturno viene de regalo, sin haberlo previsto. Se escoge el álamo porque crece rápido, se reemplaza rápido, y soporta perfectamente los encharcamientos. Me imagino que en alguna web holandesa lo deben de contar con todo detalle, porque aún hoy lo seguirán haciendo así en las zonas rurales (si es que les queda alguna). Las raíces de los álamos están sosteniendo el talud, protegiendo el camino de la erosión del agua, como en la playa esas masas de raíces del barrón (Ammophila arenaria), sin las cuales no podrían formarse las dunas, ni podrían protegerse los pescadores (como aquí el podador) a sus espaldas.  Y las copas no pueden crecer  porque el fuerte viento, al moverlas, podría desgajar la base del talud.  De ahí la limpieza repetida de los rebrotes del tronco (que suba pero que no engorde, que no forme nunca una pesada copa), que es lo que quizá esté haciendo, a escala menor, el hombre de la derecha.  Así que lo que interesa del álamo no es ni su copa ni su leña. Interesan sobre todo sus raíces.  La copa será la necesaria para mantenerlas vivas y hacer que el tronco estire, sin estorbar en ningún momento el paso del viento. Si los troncos están tan rectos es precisamente por eso, porque el viento se desliza entre ellos, casi bailando.  A mano izquierda se deja ver una  masa de árboles completamente diferentes –seguramente robles–, que aparecen con tanta frecuencia en los cuadros de los antiguos maestros holandeses. Ahí sí que habrá árboles deformados, con el tronco inclinado en la dirección dominante del viento, y tocones que nadie habrá limpiado, que son lo que queda de las ramas partidas por el viento; y ahí, con seguridad, sí habrá gente recogiendo leña. Y árboles, no escamondados, sino desmochados… Ese bosque, cuando las ráfagas vengan de ese lado (Middleharnis está en un islote frente a Rótterdam; el viento vendrá de todas partes) sí forma una buena pantalla contra el viento, y sí protegerá en alguna medida la avenida de álamos (en alguno de sus tramos al menos, y desde luego el vivero).

Hacer un camino en un lugar así no era ninguna broma. Hacer una red entera de canales y caminos, y conservarla año tras año, era una enorme obra de ingeniería de la que sin duda se sentían muy orgullosos los ciudadanos de Middleharnis. Así se entiende que el perro rascándose las pulgas estuviera de más.

Entonces, ¿y si esos arbolitos relamidos del vivero no fueran sino álamos de dos o tres años, destinados a reemplazar rápidamente a sus mayores, que el viento acabará partiendo, o el lodo asfixiando? El hombre del gorrito y la navaja, a la derecha, se convierte en el primer sospechoso de las escamondas en la avenida. Y no por la leña. Sólo como una labor más, una entre otras, para la conservación del camino.

En los cuadros –como en las imágenes que desfilan por la ventana del coche, ¿como cada vez que abrimos los ojos?– lo que vemos es muy poco, apenas nada. Vemos sólo lo que sabemos, y si no sabemos nada, no podemos ver nada. El perro flaco no existe, ni las manos agrietadas de los hombres que plantaron los álamos de Middleharnis, y, para el que no quiera enterarse,  ni las inundaciones ni el viento, ni la angustia de ir caminando de noche por un camino oscuro, son siquiera presentimientos. Irá a Londres, a la Nacional Gallery, y sólo verá un cuadro muy hermoso, uno de los mejores de la confortable, bien caldeada sala en la que está expuesto.

 

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