Orange Beauty (¿tulipanes o narcisos?)

Abril 2012

Los psicólogos y sociólogos dicen que hay diferentes temperamentos: melancólicos y sanguíneos, telúricos y solares, apocalípticos e integrados… Siguiendo esa secuencia, ¿no podríamos hablar nosotros, ya que estamos en el jardín, de tulipanes y narcisos?

Los dos son bulbos que se entierran en otoño y florecen en primavera. Tierra mullida y fértil, con un DRENAJE PERFECTO, a media sombra hasta la brotación, riegos moderados. Sí, pero, a diferencia del narciso, que se queda enterrado (y feliz) de por vida, el tulipán degenera de un año para otro. Es importante no olvidarlo. El tulipán se agota produciendo bulbillos, con reservas insuficientes para formar flores de calidad al año siguiente. A cambio, es tan bonito y sofisticado que puede lucir solo en una maceta, sin compañía de nada. Hay variedades con flecos, como los famosos tulipanes «perroquets», variedades estriadas, variedades multicolores… Los tulipanes más hermosos son los tulipanes más enfermos: un virus deforma los pétalos, rompe el color, y es esa anomalía lo que multiplica el valor de la flor.

Que una gran nación como los Países Bajos, en su momento de máximo desarrollo económico, cultural y político, estuviera a punto de la bancarrota total en 1637 por culpa de los tulipanes, sólo dice cosas buenas, en mi opinión, de la gente que la habita. La historia es conocida, así que me limito a transcribir el célebre caso de un granjero que pagó por un solo bulbo ‘Viceroy’ (variedad blanca con vetas azul-rosadas) «dos toneladas de trigo, cuatro de centeno, cuatro bueyes bien cebados, ocho cerdos, doce ovejas, dos barricas de vino, cuatro de mantequilla, mil libras de queso, una cama, un traje, y una fuente de plata». (1)

Bueno, al contrario que los tulipanes, los narcisos sí son de una fidelidad a toda prueba. Siempre idénticos a sí mismos, vuelven año tras año, siempre sanos, siempre dispuestos a seguir multiplicándose. No pretenden ser sofisticados, sino naturales y casual. En solitario resultan anodinos. Pero pueden formar preciosas alfombras al pie de un árbol de hoja caduca, por ejemplo. Apoyándose unos en otros, los narcisos llenan, cubren, acompañan, se extienden… pero no destacan.

En los inciertos tiempos que nos ha tocado vivir todo el mundo prefiere lo seguro, lo que más «eternidad» parezca ofrecernos, incluso en el humilde espacio de un jardín. Es una ilusión, claro, pero ¿cómo evitarla? Todos los que tienen un jardín quieren plantas «que duren mucho» y se porten bien. Que no ensucien, que no enfermen, que se reproduzcan solas sin llegar a ser un estorbo, y que además aporten «una nota de color», siquiera durante unas semanas. Si usted quiere este tipo de jardín, entonces no hay duda: usted pertenece al grupo de los narcisos.  Ahora bien… si usted no tiene miedo a las bellezas efímeras y solitarias, y está dispuesto a cuidarlas con devoción, y a apreciarlas en su fugacidad, como las estrellas fulgurantes e irrepetibles que son, ¡entonces es usted un valiente tulipán!

Pero las cosas nunca son tan simples. Narcisos y tulipanes seguramente conviven –y pelean– dentro de cada uno de nosotros. Y pudiera suceder que todos fuéramos, a ratos, tulipanes o narcisos… Nunca simultáneamente, eso no. Si el tulipán es de los buenos ¿cómo podríamos combinarlo con narcisos sin que éstos parezcan una poca cosa o aquél un intruso extravagante…?

Durante un par de años estuve encaprichada con una dahlia ‘Bo-Kai’, que acabó sucumbiendo al frío intenso del invierno madrileño. La primavera siguiente me consagré a la veneración del tulipán ‘Orange Beauty’, el de la foto que encabeza esta entrada. Duró 15 días en flor, ¡pero qué 15 días! Cuando se apagó su llamarada naranja, que mantuvo en vilo –y creo que muertas de envidia– al resto de plantas de la terraza, desenterré el bulbo y lo tiré al compostero. No hay que dramatizar. Desde hace un año me tiene loca una Peonía japonesa variedad ‘Lavender’. Las yemas han brotado perfectamente; tiene unas hojas rojizas, como las de los rosales, pero aún no asoma la flor. (…Seguiré informando).

NOTAS

(1). La historia completa de la locura nacional holandesa en torno al bulbo la cuenta con todo detalle Simon Schama en The embarrassment of riches, Vintage Books, Nueva York, 1987, pp. 350-366.

El tulipán reproducido en la segunda foto, Semper Augustus, está en el libro Tulips, de Judith Leyster, publicado en 1643 y expuesto en el Museo de Haarlem. De ahí proceden los tulipanes de las postales y calendarios que se venden por las calles de Amsterdam.

Dalias en Madrid

Octubre 2010

Los primeros tubérculos de dalias que llegaron a Europa los tuvo en sus manos el Abate Cavanilles. Hombre ilustrado, preocupado por la mejora de las condiciones de vida de sus paisanos, el abate centró su interés en el posible valor nutritivo del tubérculo, el cual, según le constaba, formaba parte de la dieta de los indios mexicanos. Le prepararon una cama mullida junto a la de las patatas, otro tubérculo ya bien conocido con el que se le creía emparentado. Pero no debía de estarlo, a pesar de las similitudes “subterráneas”, pues a medida que la plantita crecía sus brotes y hojas recordaban vagamente ¿a las del pimiento?. Por fin aparecieron los primeros capullos. Resultó que la flor, una flor grande de pétalos coloreados, no tenía nada que ver ni con las flores de la patata ni con las del pimiento. A quien sí se parecía, y mucho, era a los crisantemos. Florecía al mismo tiempo que ellos –hacia finales del verano– y su belleza dejaba en ridículo a las humildes flores de  patateras y pimenteros.

Dahlias ‘David Howard’ y ‘Prescot Julie’ en el Jardin Botánico de Oxford.

La planta produjo un amasijo de nuevos tubérculos. El abate quizá se animó a probarlo, y quizá pensó que no estaba del todo mal… a falta de algo mejor. A su amigo Andreas Dahl, botánico como él, le hizo llegar un tubérculo a Suecia, para que también allí lo estudiaran con detenimiento. ¿Floreció ese segundo tubérculo viajero?. Si lo enterraron en el exterior, es seguro que no, pues la dahlia, como la nombró desde entonces el propio Cavanilles, no soporta el frío. Necesita las temperaturas suaves y el suelo fértil, siempre fresco, de su zona de origen, en los valles templados de México y Centroamérica.

De la historia anterior quedan algunas huellas en Madrid. En el Real Jardín Botánico, que dirigió durante un tiempo, puede verse una estatua en granito del abate Cavanilles: la flor que lleva en su mano derecha es una dahlia. En el Botánico hay una importante colección de dalias, unas más saludables que otras, aunque las Dalias Imperata, que en su país pasan de 4 metros de alto, aquí no pasan de metro y medio y tienen problemas para florecer. La “dalieda” de San Francisco el Grande ha sido recientemente restaurada, en terrazas ajardinadas que bajan paralelas a la fachada de la iglesia. Tampoco son éstas las dalias más felices que uno pueda encontrarse. ¡Qué diferentes a sus primas inglesas,  que en este mismo momento del año, mientras las madrileñas caen en picado, se yerguen altivas y jugosas en sus “mixed borders”!.

Leo en un Atlas de Jardinería que la dalia tardó unos 40 años en dejar el huerto y pasar a  ocupar un lugar de honor en los bancales de flores. En la historia de los miles de hibridaciones entre dalias el protagonismo es para los viveros belgas e ingleses. En 1812, con el estruendo de los cañones de Napoleón en los oídos, un tal Mr. Donckelaar consiguió crear en Lovaina las primeras dalias dobles, cuyas flores podían llegar a los 20 cm de diámetro. Nada que ver con lo que nuestro abate lleva en su mano derecha (quizá una D. variabilis, de sencillos pétalos rojo carmín).

Las dalias exuberantes y de colores chillones, tipo cactus, tipo pompón, tipo peonía… pasaron de moda hace años, al compás de las tendencias minimalistas, que también en el jardín impusieron la austeridad y la sencillez como norma. Pero ha ido pasando el tiempo y otra vez han cambiado las tornas: las dalias están de regreso, quizá para quedarse, gracias a esos vivarachos “hot-borders” puestos de moda por los audaces jardineros ingleses.

No todas las dalias producen tubérculos, pero sí la mayoría. Lo suyo es enterrarlas en marzo-abril (para ser más precisos: cuando la tierra esté ya algo caliente, como con las patatas), en un sustrato permeable y rico, y desenterrarse en cuanto las hojas se marchiten, unos días después de terminarse la floración, lo que ocurrirá entre mediados de agosto y  principios de octubre según la variedad. Al tiempo que se planta se deja instalado un buen soporte, preferentemente metálico, pero con 3 ó 4 cañas limpias, derechas y bien cortadas, unidas con cordel a dos diferentes alturas, se hace también un buen apaño (no sé como estarán ahora en el R. J. Botánico –hace ya un par de años que no voy– pero hubo un tiempo en que me enfadaba al ver tantas dalias revolcándose malamente por el suelo, entre cordeles anudados de cualquier manera y casi a cualquier cosa). Desde ese momento, riegos crecientes (a medida que se despliega el follaje), y abono rico en potasio para sostener la floración. Yo uso siempre abonos orgánicos; en su defecto, un puñado de humus de vez en cuando (¿una vez al mes, por ejemplo?). Terminado el ciclo, el tubérculo sólo puede quedarse enterrado (aunque no creo que nadie se atreva a recomendarlo) en zonas libres de helada. Si no es éste el caso, se desentierran los tubérculos, se cortan con unas tijeras afiladas los restos de tallos y brotes, se limpian de tierra, y se guardan en la bodega, garaje, sobrado o similar (lugar fresco, aireado y oscuro), envueltos entre serrín y virutas (el que las tenga; si no: tiras de periódico) bien apretados unos contra otros en una caja de madera.  Se humedecen un poco, sin empaparlos jamás. Y lo mismo vale para gladiolos y cañas índicas, que forman, junto a las dalias, la tríada más conocida de “bulbosas” de otoño.

Como las dalias no aguantan ni el frío ni la sequía extremos, en España se dan mejor en zonas de clima oceánico que en zonas continentales. Y mejor todavía, puestos a elegir, en el interior de las provincias costeras, en tercera o cuarta línea tierra adentro. De lo contrario, el aire excesivamente húmedo hará que se malogre el follaje de la dalia, como le sucede sistemáticamente a las rosas cultivadas junto al mar.

Esto que acabo de contar es un resumen de mi experiencia con las dalias. Pienso que, aunque su historia pasa por Madrid, es difícil que plantas adaptadas al clima de los valles templados de Centroamérica puedan acostumbrarse así como así al interminable, agotador verano madrileño, y tampoco al fugaz otoño que le sigue, con días aún muy cálidos pero con noches ya fresquísimas… Ese contraste de temperaturas, unida a la necesidad de regar la planta (intransigente en este punto) hace que las más de las veces presente manchas blanquecinas en sus hojas. Cultivarlas por aquí es buscarse un lío, algo así como convencer a uno de Londres, o de La Coruña, de que llene su jardín de tomillos. ¿Hay que renunciar entonces a su cultivo en Madrid?. Seguramente es lo más sensato… pero yo no le hecho. Lo asumo como un pequeño capricho, como la excepción (¡jamás la regla, y en todo caso siempre en maceta!), en un jardín que intento hacer sostenible y “racional”.

Dalias ‘Bo Kai’ en mi terraza de Madrid, octubre 2008.

Así que esta dahlia Bo Kai sigue conmigo: una planta preciosa y difícil que me hace trabajar mucho y nunca estará del todo contenta a mi lado.