Otoño 2012
Estos son los tres chuchos que salen constantemente en las fotos de LRO. En parte por ellos, y en parte por los jabalíes, las huertas están cerradas. Nuestra intención siempre fue que los animales salvajes pudieran entrar libremente en la finca: es decir, mantenerla de par en par abierta. A cambio, había que proteger las patatas, lechugas, y demás. LRO se convirtió así en una finca abierta con cinco pequeños cercados en su interior.
La que está saltando es Xela. Es muy guapa pero no muy lista. Unas gotas de sangre de setter le hacen ser inquieta y saltarina. La adoptamos en un albergue de Madrid en abril de 2009. Ya era una perra adulta, de cinco o seis años. Había aparecido corriendo, una noche de febrero (es decir, al terminar la temporada de caza), por los alrededores de una gasolinera Shell. En el albergue la llamaron así: Shell, y mi hermana convirtió el nombre en Xel-a (diminutivo gallego de Angela). Tenía un enorme tumor perianal. Y un miedo patológico (¡terror!) a los tiros.
El siguiente es Pancho. Lo adoptamos en un albergue próximo a Lieja hace diez años. Pero sus ancestros son de por aquí…Los voluntarios de este albergue belga se dan todos los años una vuelta por las perreras más cercanas a la frontera con Francia y se llevan algunos animales: «les plus miserables», nos dijeron. Entre ellos, en un albergue de Reus, estaba la madre de Pancho con él en la barriga. En casa es, con mucha diferencia, el que más manda.
Y así llegamos a Ceibe, el perro gordo y negro de la esquina. El más palleiro de los tres. El más querido, el mejor.
Ceibe nació en invierno, en una cuneta, detrás de una gasolinera de la A2. A los cuatro meses el dueño del área de servicio llamó a la perrera de Azuqueca (donde no se andan con bromas) para que los sacaran de allí. Cogieron a su madre y a sus hermanos, pero él salió disparado y se puso a salvo atravesando un campo de cebada -contíguo a la gasolinera- que lo camuflaba por completo. Lo atropellaron dos veces. Cuando lo vimos tenía ya siete u ocho meses. Era bastante grande, y negro como el carbón. La cebada estaba segada: imposible seguir escondiéndose. Pasaba cojeando entre los camiones y los surtidores, pero salía zumbando sin mirar atrás si alguien se le acercaba. La historia de su nacimiento me la contó una de las empleadas de la gasolinera. Esta misma persona, con la que estaré en deuda toda mi vida, nos ayudó durante más de un mes, día tras día, a ponerle comida siempre en el mismo punto, detrás de un cedro. La primera vez que intentamos cogerlo -con una jaula trampa que nos prestaron en el albergue- el perro ni apareció. Cargamos la jaula y volvimos a los pocos días. Tres horas nos tuvo entonces dando vueltas a la jaula sin atreverse a entrar. Al final, cayó… Se hizo de todo en la jaula. Lloró, lloró, lloró y chilló sin parar hasta que llegamos con él al albergue. Allí se portó muy mal desde el primer día. Intentaba morder a todo el que se le acercaba, guardeses y veterinarias incluidas. Empecé a sentarme a su lado, en silencio y sin mirarle, sin apenas moverme. Dejó de gruñirme. Un día llevé un libro. Me senté donde siempre, en la esquina de la jaula, y empecé a leer en voz baja (Todos mienten, una novela de Soledad Puertolas). Cuando se la terminé, unos días después, ya me dejaba sentarme a su lado. Empecé a leerle otra…Bueno, un mes más tarde se dejó tocar por primera vez en su vida. Se enfureció, como era previsible, cuando intentamos ponerle un collar y una correa. Pero acabó aceptándolo todo. Una de las heridas se cerró bien, pero la otra, la de la pata de delante, no tenía ya remedio (codo roto y mal soldado: una ligera cojera de por vida, suavizada con analgésicos en los días malos). Esas navidades ya estaba en casa. Seis o siete meses después me dió por primera vez un buen lametón en la cara. Es sociable, inteligente, bueno, obediente, tranquilo. A estas alturas, no puedo ni imaginar cómo sería mi vida -cada despertar- sin ese perro a mi lado.
NOTAS
He mencionado mi deuda eterna con Lola, empleada de la gasolinera de la A2. La deuda ha de hacerse extensiva a toda la gente de ANAA, por supuesto, el albergue que acogió a Ceibe y a Xela. A pesar de las largas listas de espera (vivimos en Madrid, no en Oslo…), y de los problemas de todo tipo que tienen que solucionar para poder dar salida a tantos animales, aceptaron recoger a Ceibe, que estaba en una situación de alto riesgo, en un plazo de tiempo muy corto.
«Ceibe» en gallego quiere decir «libre».
Me has emocionado, joder. Un día te cuento mis historia (nuestra, de Paola y mía) con Jara, pero también fue un rescate…
Hay perros con una mirada especialmente serena: Jarita la tiene. Y mi Ceibe también. De todos modos, y para no ponernos excesivamente blandos, también debería contar alguna de sus trastadas. Tiene la obsesión de las nuevas tecnologías. Mando o teléfono que pilla, mando o teléfono que pasa a mejor vida.
Nosotros tenemos más repartidas las tareas: de cargarse los mandos a distancia de encargo yo mismo, aunque no los muerdo. Jara se comía algunos libros de los estantes de abajo de jovencita: una historia de la pintura española hoy inencontrable -especialmente indigeribles las láminas del Greco-, y como homenaje a su amo, un libro de Gredos muy ilustrado también; hoy se limita a escarbar en los textiles que cubren mantas y sillones, a untarse de chanel el cuello (así llamamos a las carroñas y cosas fétidas que encuentra en el campo para enmascarar su propio olor) y a gemir en cuanto sube al coche para ir a algún sitio…
Gracias por salvarles. Yo adoro a los chuchos, de pequeña, afortunadamente, mis padres me dejaban suelta y tuve la oportunidad de conocer a unos cuantos perros callejeros. Ni que decir tiene que aun los recuerdo con mucho más cariño que a los otros niños con los que jugaba. Me empeñaba en darles mi merienda y ponerles agua en las calurosas tardes de verano. Por aquel entonces (años 80) los chuchos eran chuchos y su destino no era muy halagüeño. Los echo mucho de menos, ellos me enseñaron cosas que los insensibles adultos de mi infancia eran incapaces de siquiera entender. Siempre estaré en deuda con los perros callejeros que me dejaron acercarme a ellos y fueron durante unos pocos meses mis amigos.
Hola Emma (¿Hormiga Emmascarada?). A mí mis padres ni me dejaban suelta ni me dejaban tener perro. Así que de mayor, ya ves, siempre suelta y siempre con perros. Rescatar -lo que se dice rescatar- sólo Ceibe; pero no hubiera sido posible (NO rotundo) sin el apoyo logístico, práctico, y anímico, de la gente del albergue. Un perro tan salvaje no se podría haber ido a una casa sin hacerse primero un «máster» de buenos modales. Bss.
Creo que entiendo el tipo de cosas, difíciles de explicar con palabras, que puedes haber aprendido de ellos. Yo tampoco los olvido, a los chuchos que me crucé y no pude ayudar. De hecho, pienso que cuando ya esté muy, muy viejecita, son las caras de esos perros desconocidos los que se me van a aparecer por la noche (que me perdonen mis 3 chuchos, pero sospecho que va a ser así)
Yo he paseado con mucho perro callejero hace años, no sé cómo me apañaba, pero en las visitas a los pueblos de geografías perdidas siempre terminaba siguiendome algún chucho, y se me partía el alma cuando me iba y los dejaba allí, o sea, que lo único que me enseñaban es que mi espíritu práctico (no podía entonces recogerlos) era superior a su confianza en mí.
P.D.- Merceditas, la hormiga enmascarada, creo que es una de esas hormigas león (o leona), que ahcen esos agujeros amurallados en al tierra y salen afuera solo cuando quieren
Así que Jara es una chuchi con inquietudes, que escoge libros de arte y fotos bonitas… Qué tía. Esas miradas místicas suelen esconder un alma golfa…¡si es que está estudiadísimo, incluso en bípedos!