Indian Summer (2ª parte)

Septiembre 2011

En España los bosques de “planicaducifolios” (traducido: árboles de hoja ancha y caduca) se encuentran principalmente en el tercio norte, “Iberia húmeda”, o como se le quiera llamar; más abajo, sólo dominarán los fresnos, o los melojos, o cualquier otra frondosa de hoja caduca, allí donde el suelo sea algo más fresco y profundo, el calor menos intenso… Por eso no pueden dominar en los suelos castigados de La Rama de Oro. El arbolado dominante pasa a ser de encina, alcornoque, enebro, pino piñonero y carrasco. El del paisaje mediterráneo, con menos hoja caduca y más hoja perenne. Lo que equivale a decir: con más eficacia energética, menos derroche. Lo que equivale a decir: con menos otoño. (véase Los Bosques Ibéricos, Ed. Planeta, VVAA, en especial pp.269-272)

El verano indio es un privilegio del bosque templado americano. A otra escala, hay colores fastuosos en bosques y jardines de Japón. Y aunque nuestros bosques europeos de frondosas –hayedos, carballeiras, melojares…– se encienden y centellean con el veranillo de San Martín, no resisten la comparación, ni en variedad ni en envergadura, con sus primos americanos.

Hoy sabemos que no siempre fue así. Los fósiles prueban que en el terciario nuestros bosques de Europa eran tan ricos como los de América. La razón de nuestra inferioridad actual tendría que ver con la disposición este-oeste de las cadenas montañosas –Sistema Central, Pirineos, Alpes, Cárpatos…– así como con la intromisión del mar Mediterráneo. Entre unas y otro impidieron que en los períodos interglaciares de la era cuaternaria (cuando el tiempo se caldeaba un poco, con la retirada temporal de los hielos) la rica vegetación del terciario, literalmente refugiada en sus cuarteles del sur, volviera a subir hacia latitudes más altas. Lo que no sucedió en América del Norte, donde todos los sistemas montañosos tienen una orientación norte-sur.

En nuestros bosques europeos este verano tardío no es un “indian summer” de escarlatas y púrpuras; nuestro otoño tiende al amarillo, me parece, más al amarillo que al rojo: el amarillo de los chopos, de los abedules, de los cerezos. Nuestro otoño es, por ejemplo, un veranillo de San Martín leonés, berciano, de oro viejo, ocres y ámbar. Hay tramos de la N-VI, entre Ponferrada y Sarria, en los que los bosques de castaños y carballos (y en menor medida, de cerezos, serbales, bosquetes de abedules…) hacen que las laderas –especialmente por las mañanas, cuando uno conduce con el sol detrás– parezcan un mar de reflejos amarillos y verdes. La escena es tan consoladora que hace olvidar por un momento los otros tramos, más numerosos, que no son sino una sucesión de tierra quemada y vuelta a quemar, donde los brezos o, en el mejor de los casos, las retamas y los tojos, intentan reiniciar la sucesión ecológica que en cien, ¿doscientos años? permitirá que vuelva el bosque. Los colores se repiten en las faldas de Picos de Europa, en lo que nos queda de robledales y hayedos de la cornisa cantábrica, en los castañares de Gerona… Una mezcla espesa de todo esto, con el añadido de los setos de carpes y hayas, se puede ver ahora mismo, ya, en el bosque de La Granja, por los caminos umbríos que suben hacia El Mar.

Uvas  en La Rama de Oro.

En cuanto a La Rama de Oro, como en todo el paisaje circundante de la zona suroeste de Madrid, el premio se lo llevan los terebintos, de los que no puedo evitar hablar a cada paso. ¡Y las cepas de «morenillo» (variedad de cariñena ) y tempranillo!.  Pero ni siquiera aquí llevamos ventaja. Las “viñas vírgenes”, de un púrpura subido (que no es fácil comparar con nada), no han recibido su nombre por ninguna razón que tenga que ver con la virginidad: lo han recibido de su supuesto lugar de origen, Virginia, en los EEUU. Otra vez las glaciaciones. Y sin embargo, ahora que lo pienso, las uvas de la viña virgen no valen nada. Los rojos y escarlatas que no vemos en nuestros bosques, tan cabizbajos en comparación, sí los veremos  correr y burbujear el año que viene …¡en las bodegas!.

Indian Summer (1ª parte)

Noviembre 2010

Otoño en el río Hudson, el cuadro más conocido de J. F. Cropsey fue mostrado al público por primera vez en la Exposición Internacional de Londres de 1862. Cropsey, nacido en Nueva York, llevaba ya varios años instalado en Inglaterra, de modo que el cuadro no lo pintó al natural, sentado con su caballete frente al bosque encendido de los Arriondack, un lánguido y fresco atardecer de octubre. Cropsey pintó este Otoño en el Hudson en una habitación de hotel junto al Támesis, sirviéndose de sus recuerdos y, sobre todo, de la colección de hojas secas y prensadas que habían viajado con él desde el Nuevo Mundo. El público londinense juzgó que el colorido de los árboles de aquel cuadro –arces, abedules, olmos, cerezos…– era sencillamente imposible: untrue, unbelievable. Así que, para convencerles de que su obra era el fiel reflejo de la realidad y no una idealización de gusto prerrafaelista, Cropsey instaló junto al cuadro un pequeño bastidor de cartón en el que fue colocando su colección de hojas secas. El éxito fue completo. A partir de ese momento el autor del lienzo quedo consagrado como pintor oficial del indian summer[1].

La anécdota está recogida en el catálogo de la exposición “Explorar el Edén. El paisaje americano del siglo XIX” que orgánizó hace unos años el Museo Thyssen. Algunos de los cuadros de esa exposición están aquí de forma permanente, en los fondos del Museo. Así que, gracias al buen gusto del difunto Barón (y a la cabezonería de su señora), a los ciudadanos de Madrid no les hace falta cruzar el océano para entender lo que significa el verano indio, el veranillo de San Martín o “verano en otoño” de la región de los Grandes Lagos. Basta con acercarse al Paseo de Recoletos y buscar El lago Greenwood por las salas del primer piso del Museo Thyssen. Es una de las últimas obras de Cropsey. Allí están, entre otras frondosas de hoja caduca, los protagonistas absolutos de septiembre y octubre: el arce rojo y el arce de azúcar, inflamando el bosque durante semanas antes de la entrada del invierno.

La explicación botánica vendría a ser ésta: la clorofila, pigmento verde encargado de realizar la fotosíntesis, empieza a trabajar menos cuando, hacia finales del verano, la disminución de horas de luz es ya perceptible, lo que coincide con las menores necesidades energéticas de las plantas y con la máxima acumulación de azúcares en las hojas. Comienza entonces la traslocación de esos azúcares hacia las raíces y otros puntos de almacenaje de reservas. Pero mientras ese viaje descendente concluye, durante las semanas anteriores a la caída de la hoja, la clorofila (que ya ha terminado su faena) le cede la plaza a otros pigmentos, esto es, a los amarillos, naranjas, escarlatas: los colores del ocaso, los mismos que vemos en el cielo de los primeros atardeceres de otoño, y en esos paisajes arrebolados del Museo Thyssen.


[1] Para la descripción literaria de lo que contenía el bastidor con hojas secas de Cropsey se encuentra en la obra de un contemporáneo, Colores de Otoño (Olañeta, 2002), el opúsculo de H. D. Thoreau sobre los bosques de su Massachussets natal: “No comprendo qué hacían los puritanos en esta estación –escribió– cuando los arces llamean de carmín. Sin duda no rezaban en estos bosques. Quizá por eso construyeron sus templos y los cercaron rodeándolos de caballerizas…”.