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Amarilis (publirreportaje)
Tropicales y azules
Jardín Botánico de Basilea. Diciembre.
Una opulenta orquídea azul pastel (Vanda caerulea o alguno de sus híbridos) y un pájaro casi turquesa (Irena puella), pendenciero y seguro de sí mismo, que nos recordó mucho a nuestros rabilargos. Antes era difícil encontrar Vandas en las tiendas de jardinería. En el viejo manual de orquídeas que tengo encima de la mesa («Superbes orchidées», ed.Chanticleer) ni siquiera las incluyen. Pero recientemente las he visto en un gran centro de venta para mayoristas, en Madrid. Lo que significa que han dejado de ser una rareza cara. Las venden con las raíces prácticamente al aire, apenas protegidas con un poco de musgo, y enganchadas a un minúsculo cesto de madera que cuelga del techo con un hilo de nylon. ¡Nada que ver con las acomodaticias Phalaenopsis! Las Vandas, aquí, sólo podrían cultivarse en una galería muy iluminada (pero con posibilidad de atenuar la luz en verano), y con un humidificador encendido casi permanentemente. O bien en el baño, si uno tiene la suerte de tenerlo orientado al sur. Complicado. Complicadísimo, en realidad, a menos que se puedan reproducir las condiciones de luz, calor y humedad de – pongamos- las selvas de Mindanao. (Luz intensa de mañana, lluvia fina a mediodía, bruma y nubes al atardecer, humedad constante del océano y de la propia selva, bombeando y transpirando sin descanso, todos los días del año, todas las horas del día….)
Alternativa: renunciar; disfrutar de las Vandas en las fotografías de los libros y en los invernaderos de los jardines botánicos; mirar ahora mismo por la ventana y agradecer la silenciosa floración del durillo, tan consoladora en pleno invierno.
Orquídeas callejeras
Una mañana muy, muy temprano, hace de esto varios años, al bajar a trabajar, me encontré en medio de la calzada una orquídea recién atropellada. Le quedaban dos hojas, el tallo estaba roto y las raíces al aire. Por algún lado andaría la maceta, quizá envuelta todavía en celofán. El escenario parecía sugerir un fallido intento de reconciliación, esa misma noche/madrugada, que seguramente había concluido con la maceta volando por la ventana (“¡…mira lo que hago yo con tu orquídea!”). La planta estaba a punto de deshidratarse, sucia y hecha unos zorros, pero no tan triturada como para darla por muerta.
Las Phalaenopsis son unas orquideas facilonas. Cuando volví a casa a mediodía envolví las raíces en un amasijo de papel de periódico empapado, cubierto a su vez por un trapo también húmedo, como un muñón o un vendaje de emergencia. Lo até con un cordel, sin apretar, y lo dejé así unos días. A la sombra. Cuando las dos hojitas empezaron a estar otra vez tersas desenvolví el paquetito y trasplanté la orquídea a una maceta con sustrato. El sustrato específico para orquídeas y restantes plantas epifitas (que crecen sobre árboles: no necesitan tierra, sino una mezcla de corteza y musgo, muy ligera). Para mi propio asombro, la planta fue capaz de producir dos tallos llenos de capullos ese mismo año. Era un orquídea blanca. En pleno verano la coloqué, con otra orquídea que andaba por casa, entre las plantas de la terraza, con luz indirecta y un grado de humedad relativamente alto (la compañía de otras plantas, transpirando a todo trapo, y todas ellas muy juntas, facilita las cosas; también la colocación de cacharros con agua, siempre en puntos inaccesibles para las salmanquesas, que pueden caerse dentro y ahogarse). Todo iba bien. Pasó el verano. Pero el día nueve de septiembre cayó sobre Madrid una de esas granizadas impredecibles y salvajes que se llevan por delante la cosecha de uvas del año (como así fue). En la terraza las bolas de granizo llegaron a tener el diámetro de una ciruela. Y a la pobre orquídea, que ya estaba tan recuperada, el granizo le perforó las hojas de lado a lado, como si alguien nos hubiera cañoneado con saña desde la terraza de enfrente. Bueno, ya he escrito que las Phalaenopsis son facilonas. En la foto que encabeza este post se ven las hojas rotas de la orquídea. Es de la primavera siguiente a la granizada…y ahí estaba otra vez, floreciendo sin despeinarse. Como no soy partidaria de conservar mucho tiempo las plantas, y como bastantes pruebas le había mandado ya Dios a esta pobre orquídea, decidí regalársela a una amiga de buen corazón y buena mano que recoge y cuida todo lo que encuentra (perros, gatos, pájaros…). Se la coloqué delante de la ventana de la cocina, que da a un patio estrecho, y justo detrás del fregadero (luz tamizada + vapor de agua). La orquídea florece como loca todos los años, en parte porque la cuidan lo justo y necesario (es uno de esos seres vivos que prefieren que se les deje un poco en paz), y en parte porque ahí, en la ventana, tiene asegurado el contraste de temperaturas entre día y noche que la mayoría de las orquídeas necesitan para formar flores.
Uno de los fracasos clásicos de la gente que tiene orquídeas (y calefacción central) es precisamente ése: las hojas están verdes, me dicen, pero “no echan flor”. Terapia de choque, sin dudarlo. Hay que poner a la orquídea de patitas en la calle todas las noches durante veinte días o un mes, y meterla dentro por la mañana. En Madrid esta operación puede hacerse en otoño, antes de que las temperaturas nocturnas bajen de los quince-doce grados (lo que las mataría, pues las Phalaenopsis, al fin y al cabo, vienen de Tailandia y alrededores: no saben del frío). Ese contraste de más de quince grados la espabilará, y enseguida, más pronto que tarde, empezará a formar los tallos florales de la próxima estación.