Marzo 2012
Tengo una motosierra Stihl MS-200, con un espadín de 40 cm. Estoy contenta con ella, pero he de decir que procuro utilizarla lo menos posible; prefiero con mucho los serrotes, grandes y pequeños, en especial los de doble hilera de dientes (cuyo único inconveniente es que no pueden afilarse). De todos modos, confieso que nunca me ha gustado apear árboles vivos, ni siquiera grandes ramas, ni con motosierra ni con serrote ni con nada. En el momento de meter la cadena en el tejido vivo siempre me tengo que parar un instante y plantearme, una vez más, la misma-eterna pregunta: ¿es de verdad necesario hacer esto?. A veces no lo tengo tan claro. Otras, sin embargo, la respuesta es un SÍ rotundo: cuando las raíces de un fresno empiezan a levantar el suelo de un garaje, o cuando el abeto de Navidad –tan canijo al principio– llega por fin al segundo piso y tapa la ventana de la cocina, o cuando un pino piñonero plantado en un talud empieza a inclinarse peligrosamente sobre el aparcamiento… Todos estos casos son errores que se podían haber evitado el día de la plantación, errores que al final acaban pagando los árboles, precisamente cuando más grandes y más hermosos están.
Bueno, pues para ejemplificar lo útil que puede llegar a ser una motosierra cuando se trata de “arreglar” errores humanos, vamos a resumir la historia del Bosque de Zérnikov: cómo se descubrió e intentó hacer desaparecer la esvástica vegetal que crecía en el bosque; una esvástica formada por alerces (Larix decidua), de 60 por 60 metros, plantada hacia 1938 por un guarda forestal en medio de un pinar y descubierta por casualidad cincuenta años más tarde.
(Un paréntesis antes de seguir. En los libros de botánica se explica que las coníferas son en su mayor parte árboles de hoja persistente. Pinos, abetos, píceas, etc. Pero hay tres excepciones a esta regla general: el ciprés de los pantanos –Taxodium–, la metasecuoya –Metasequoia–, y el alerce –Larix–. Estos tres géneros, aun compartiendo las características botánicas de las coníferas en lo que se refiere al modo de reproducción, tipos de tejidos, etc., son árboles que pierden la hoja en invierno, después de un otoño espectacular en el que sus copas adquieren tonalidades cobrizas –el ciprés–, rosadas o rojas –la metasecuoya–, y de un amarillo luminoso los alerces. De estos tres géneros de conífera caducifolia, sólo una especie de Larix es autóctona en Europa, L. decidua, que crece desde los Alpes Dolomitas hasta las llanuras del Vístula, en Polonia. El Bosque de Zérnikov, en el distrito de Uckermark, está al nordeste de Alemania, en lo que antes se llamaba Prusia Oriental, ahora Brandemburgo, no lejos de la frontera polaca…).
La historia, en cinco actos, puede ser contada de atrás adelante.
Empezando, pues, por el año 2000, quinto y último acto (¡de momento!), no creo que los operarios del departamento forestal del land de Brandemburgo vacilaran ni medio segundo cuando el día uno de diciembre, de buena mañana, los motores de una docena de motosierras volvieron a hacer retumbar el Bosque de Zérnikov. Y esta vez no se detuvieron hasta que la esvástica de alerces quedó patas arriba. Con hachas les hubiera llevado semanas; con unas buenas motosierras, horas.
Y digo “esta vez” porque hubo otras antes. En el 2000, en efecto, se talaron veinticinco alerces. Pero es que en el año 1995 –cuarto acto– se habían talado ya cuarenta y tres. Los alerces, en el entretanto, habían brotado de nuevo, de modo que la cruz gamada volvía a ser reconocible cinco años después de aquella primera tala. Un aeroplano la fotografió en noviembre de ese año, cuando el dorado de los alerces destaca contra la masa verde de los pinos. La agencia Reuters difundió la imagen. En noviembre del 2000 la BBC, la CNN, y todos los medios de comunicación europeos, pusieron otra vez el grito en el cielo: “la esvástica de alerces del Bosque de Zérnikov vuelve a ser perfectamente reconocible desde el aire”.
Tercer acto: 1992. Nadie supo (¿?) durante cincuenta años de la existencia del tal bosque. Para distinguir la esvástica hacían falta dos requisitos: tener un avión y pasar con él por encima de Zérnikov la primera quincena de noviembre. Si se pasa antes o después –o si no se tiene un avión…– la esvástica se diluye en el verde de los pinos que la rodean. Hace falta, además, una tercera cosa, que las autoridades locales te expidan un permiso de vuelo. Pero el distrito de Uckermark pertenecía a la República Democrática de Alemania. Poco amiga de dar permisos, seguramente. Hizo falta que cayera el muro y que se reunificaran las dos Alemanias para que un buen día de noviembre de 1992, el piloto de un aeroplano –¿un funcionario reconociendo la zona, un hobby-pilot…?– descubriera desde el aire una enorme, enorme esvástica dorada. Consiguió que no le diera un infarto y la fotografió. Poco después las autoridades del recién creado land de Brandemburgo empezaron a hacer gestiones para talar rápidamente los alerces. Y no les resultó fácil. Aunque parte del bosque seguía perteneciendo al estado, otra parte fue parcelada y su propiedad –muy discutida– pasó a diferentes manos. Por otra parte, no todos los propietarios estaban por la labor de dejar entrar las motosierras, por muy “anticonstitucional” que fuera aquella esvástica. Entre unas cosas y otras, hubo que esperar tres años hasta las primeras talas.
Segundo acto: entre 1992 y el final de la guerra. Según las investigaciones publicadas, los archivos demuestran que las autoridades comunistas sabían de sobra que en ese bosque había una enorme esvástica vegetal. Pero, por lo visto, no le dieron mayor importancia. Ellos mismos, pensaría el funcionario de turno, ¿no hacían también inmensos diseños florales con la forma de la hoz y el martillo?.
Y llegamos así al comienzo de la historia, que es el final de la nuestra. Aunque todavía no se conocen los detalles (1), los periodistas apuntan a esta versión del primer acto: en 1938, un guarda forestal de la aldea de Zérnikov pagó no sé cuantos pfenings a un grupo de las juventudes nazis locales para que le ayudaran a plantar un centenar de alerces en el bosque. Y así se hizo. Por esos distritos del norte de Berlín pasaban las divisiones de la Wehrmacht que estaban empezando a concentrarse en la frontera. Muy pronto se pondrían en marcha camino de Dantzig, iniciando a su paso la segunda guerra mundial. Había que celebrarlo, desde luego, pensó nuestro entusiasta guarda nazi, mientras regaba los pequeños alerces recién plantados. Lejos estaba de sospechar que por esas mismas llanuras, cuatro años después, entrarían los tanques rusos que dividirían su país en dos, como una nuez, y les privarían de libertad durante cincuenta años.
Los alerces no tenían culpa, pero los errores se pagan. Y se pagan caros: en el año 1995, cuando se iniciaron las talas, los árboles pasaban de dieciséis metros. No sé si los ecologistas tuvieron algo que decir, quizá aceptaron la tala masiva como un mal menor. Pero eso es lo que pasa cuando se planta un fresno demasiado cerca del garaje, o un abeto debajo de la ventana de la cocina, o un pino piñonero en un talud… Que al final hay que talarlo. Y para eso precisamente sirve una motosierra. (2)
NOTAS
(1). Por ejemplo, la fecha exacta de la plantación, entre el 38 y el 40. O quién fue exactamente el piloto que la descubrió.
(2) Supe de esta historia a raiz de un viaje a Berlín hace dos años: M. Kopleck, Past Finder. Berlin Ch. Links Verlag, edición francesa, Berlin 2008, p. 89. El bosque está cien kilómetros al norte de Berlín. Otra fuente, que difiere en algunos detalles: archives.cnn.com/2000/WORLD/europe/12/04/germany.swastika.reut/
La foto del alerce dorado pertenece al catálogo de semillas de semencesdupuy.com