«El mes de agosto había batido todos los récords de temperaturas. Los árboles que había podado tarde –ya iniciada la brotación- solo estaban compartimentando a medias. Las heridas, abiertas. Expuestas a agrietarse. ¿De qué valía todo lo demás, me preguntaba una y otra vez, si los árboles se morían? Que yo comprendiera cómo funcionaba la fisiología del árbol, que yo hubiera leído a Alex Shigo y conociera los mecanismos de defensa del método CODIT… nada de todo eso, ni mi comprensión ni mis conocimientos, habían podido ayudar a aquellos frutales enfermos. Decidí empezar un registro de todos los cortes, un completo Manual de Heridas, con fotos y comentarios, del que pensaba poder sacar importantes conclusiones de un año para otro.
(…)… me había obsesionado con aquellos árboles podados mal y a destiempo por orden de un cliente al que no había sabido decir no. Quería saber más sobre su resistencia, pero este dato no estaba en los libros porque las variables eran infinitas: ¿hasta dónde puedo cortar las ramas sin que hacerlo tenga consecuencias irreversibles? ¿Cuánto más puedo machacarlos, cuántas primaveras seguidas, antes de que ya sea tarde? Me asomaba a la ventana un momento: ¿cuántos cubos de detergente -qué cifra exacta- puede echar en el alcorque ese señor de ahí, el que acaba de limpiar el suelo de su carnicería, antes de que el árbol diga basta? Y ni siquiera lo va a decir. No avisará. No le dirá a nadie: mañana, cuando este descerebrado vuelva a vaciar su cubo, o esa jardinera ignorante termine de podarme, me rendiré por fin. Una vez inclinada la balanza -¡pero si solo era un cubo, solo un rasguño!, ¡solo una bolsa de plástico tirada al mar!-, el árbol se limitará a morirse, en silencio, sin más, como los animales del bosque cuando les talan a matarrasa la carballeira, o les desecan la charca donde año tras año, primavera tras primavera, iban a poner sus huevos las ranas y los sapos.
(…) (Unos años después)
…Cuando regresé a La Coruña fui enseguida a revisar los árboles del Manual de Heridas. Muchos habían muerto (entre la mitad y un tercio, para ser exactos, la misma proporción que los que dejé plantados), y de ninguno de los supervivientes se puede decir que esté “espléndido”. Solo que están vivos y que hacen lo que pueden por seguir estándolo. El Manual, si he de decir la verdad, de poco me sirvió. Una vez abierta la herida, lo único que puede hacerse es cuidar del estado general del árbol para que se vaya acostumbrando a vivir con ella; ni siquiera es bueno andar limpiándola: las gomas que supura el corte, las costras de resina… nada debe retirarse. Por cada árbol que muere planto cinco. Nunca se sabe. Y a veces pienso que si vinieran dos buenos inviernos, dos seguidos, como los de antes (¿cuándo era Antes, M. Andrade?) quizá esos árboles volverían a brotar con fuerza…»
Perfiles de cebra, fragmentos: p. 167,169,.249
Copa de carballo. Plantado en Arillo, La Coruña, hace quince años.