25 de marzo de 2020
Miguel Manduca, uno de mis vecinos, cabrero jubilado, está encerrado en casa desde hace una semana. Rabia por salir, pero no puede.
Ya lo he contado en otros lugares: Miguel vendió el rebaño, traspasó (de algún modo) la instalación a Wasah, el nuevo pastor, y él conservó para su uso y disfrute la casilla y la huerta. Comparten el pozo y la alberca/estanque que hay frente a la casilla. El «moro» necesita el agua para dar de beber a su rebaño. Miguel Manduca para regar la huerta. En el estanque viven unas carpas gordas como tiburones, que Miguel alimenta con pan duro, y que si te acercas mucho a ellas capaces son de llevarte un dedo. Todos los años siembra en la huerta unas patatas precoces (variedad ‘Jaerla’), y esos mismos días de febrero, cuando empieza a haber más luz, inicia un semillero de tomates y pimientos usando como recipiente unas cajas de polispán y dos piezas de loza (lo que queda de ellas) de un cuarto de baño que alguien desmontó y tiró en el monte. Miguel pasa por un cedazo varias paladas de tierra buena; rellena con esa tierra el lavabo, por ejemplo; vacía una cajita de semillas de tomate; lo cubre con una capa de estiércol fino; riega todo suavemente, con una lata grande agujereada (especie de alcachofa de ducha pero de Conservas Zallo-Bonito superior en escabeche) y después tapa el sembrado con maderas, trozos de uralita, chapas. Esto es esencial hacerlo, porque de madrugada todavía hace frío. Aún estamos en marzo. Encima de los semilleros Miguel coloca unos ladrillos, unas piedras, para que el viento no los destape y las plántulas se hielen.
Desde el pueblo hasta el tinao y la huerta se llega caminando. Un kilómetro, poco más o menos. Cuesta arriba al ir, cuesta abajo al volver. Miguel sube por la mañana a destapar sus semilleros (ha de darles el aire y el sol), y vuelve a subir de noche a taparlos. De paso se para a charlar con unos y con otros. Le vigila las gallinas y los patos a Wasah mientras él o su hermano entran a limpiar en el tinao. Tienen dos gallinas pintadas, por cierto, que alguien le debió de traer de Marruecos. Gallinas pintadas o de Guinea. Muy guapitas, dice Miguel. Pero también desconfiadas, chillonas, un poco locas… A veces Miguel se ocupa de las ovejas y las cabras «del moro», a quien ha enseñado cómo llamarlas para que le obedezcan (en buen español con acento de Ávila, pero condimentado con una serie de largos cúúrrrri-curri-curri, o bien: chivi-chivi-chivi-chivi, muy rápido, en staccato, y amenazas intercaladas del tipo: me cago en Roma, me cago en ros, me cago en la madre del diablo verde, etc.- que ellas entienden al instante, sin que haya que repetírselo).
Yo vivo en la parte alta del pueblo. Todos los días, con o sin cuarentena, paseo a mis perros por el viñedo y el descampado que me separa de la huerta de Miguel. Ahí precisamente conocí a Severo. A Wasah, a Lalo, a la Inés.
Wasah se ha llevado estos días el rebaño. Lo habrá soltado en algún lugar seguro, bien alambrado, para no tener que pasar el día en el tinao mientras dure la cuarentena. Se turna con su hermano, creo, para atender a las gallinas. Recoger los huevos, rellenar bebederos, y darle de comer a la mastina que protege el gallinero de «las zorras» (la tratan bien y le hablan con cariño pero, que yo sepa, nunca la sacan de paseo). El que venga de los dos hermanos para muy poco. No más de diez, quince minutos.
Oigo la furgoneta de Wasah que arranca y se va.
Vuelve a hacerse el silencio.
No se ve a nadie por los alrededores. No se oye a nadie. Cacarean un poco las gallinas. Ladra la pobre mastina.
Son las ocho de la mañana y no hay ni un alma. Como ayer, como anteayer, pasan en vuelo rasante las primeras golondrinas.
Pero el tiempo ha cambiado: hoy saldrá el sol. Vuelvo a ver a la abubilla que ya vi el otro día, recién llegada de Africa. Camina con la cresta levantada entre los caños de patatas ‘Jaerla’, que están blandos, frescos, gracias a la llovizna de estos días pasados.
Me pongo unos guantes de plástico, de los que dan en la frutería del Carrefour. Sigilosamente deshago el nudo que cierra la puerta de la huerta de Miguel. La abubilla levanta el vuelo. Voy hasta los semilleros y empiezo a retirar, uno a uno, los ladrillos y las piedras. Las plántulas de los tomates ya tienen tres o cuatro centímetros. Es esencial que les dé el sol. Pero decido no destapar del todo los pimientos, que apenas asoman entre el estiércol, por miedo a que se enfríen (o se sequen; mañana tocará regarlos). Solo los entreabro, colocando un trozo de ladrillo entre la tapa y el semillero. Vuelvo a atar el cordel de la puerta. Me quito los guantes. Silbo a los perros y desaparezco.
Esta noche, sigilosamente, mientras mis perros echan a correr por el descampado, volveré a entrar en la huerta de Miguel, me pondré un par de guantes limpios, taparé los semilleros que acabo de dejar aireándose, volveré a colocar los ladrillos y ataré de nuevo el cordel de la puerta. Saldrá la luna. Los grillos empezarán a desgañitarse. En el pueblo, ahí abajo, la gente estará ya abriendo las ventanas, los balcones: en cinco minutos darán las ocho. Las tres gatas que aún conserva Miguel (felizmente castradas, las tres) vendrán un momento a saludar. Comprobaré que en la tolva tienen pienso. En silencio absoluto, para que las gallinas de Guinea -¡esas locas!- no se pongan a chillar y me delaten, echaré unos curruscos de pan duro al estanque. Después, sigilosamente, me quitaré los guantes, silbaré a los perros y me volveré a casa.
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