Última semana de junio
El Gran Glaciar de Aletsch, a pesar de su retroceso, sigue siendo el mayor de los glaciares alpinos. Empieza en el Monte Jungfrau, en el corazón de los Alpes Berneses, y termina 23 kilómetros más abajo, no lejos del Ródano. Para verlo cómodamente hay que subir en teleférico (o a pie, si a uno le da por ahí) los tres mil metros del Eggishorn, el pico que se levanta justo enfrente. El teleférico sale de la estación intermedia de Fiesheralp. A ésta se llega, también en teleférico, desde Fiesch. A Fiesch se llega en tren o autobús desde Brig. A Brig se llega en tren desde cualquiera de las grandes capitales suizas. Por ejemplo, desde Ginebra, a dos horas y media de distancia. O italianas: desde Milán, atravesando el Simplon, que arranca precisamente de Brig. (Naturalmente, todos estos trayectos pueden hacerse en coche hasta la misma cabina del teleférico. Pero el transporte público es muy bueno y no especialmente caro. Con un abono de transporte el descuento es del 50%, teleférico incluido)
Al bajar del teleférico en Eggishorn una niebla muy espesa lo cubría todo. No se veía ni el glaciar ni ninguna de las cumbres de cuatro mil metros que se van repartiendo tras él. A pesar de estar terminándose junio la nieve seguía ahí, incluso en Fiescheralp, en el límite del piso subalpino, que por estas fechas –según juran y perjuran todos- siempre está cubierto de gencianas, violetas, ranúnculos, pulsátilas… Caminamos por una pasarela hasta el refugio de madera, esperando que en algún momento se levantara un poco la niebla. La típica cabaña de montaña, con su banderita suiza, donde sirven cafés y venden cuatro postales. Un hombre de mediana edad, fortachón, pelo rapado y pendiente en la oreja derecha, nos preparó enseguida un capuchino. ¿Italiano, español…?, preguntó al oírnos mientras accionaba la cafetera.
–Yo soy de Jaén –nos dijo, volviéndose con una taza en cada mano-. Y tengo mil olivos.
Y así, sin transición, acodado en la barra de madera, olvidado por completo el glaciar, empezó a contarnos la historia de su pueblo y de sus árboles. Llevaba ya unos años trabajando en Eggishorn. La temporaba empezaba el 16 de enero y terminaba el 22 de octubre. Ese mismo día echaba el cierre a la cabaña y se volvía a todo gas a España. Los meses de invierno los necesitaba, precisamente, para arar el olivar antes de la cosecha, cosechar, y dejarlo todo bien abonado y mejor o peor podado. Abono químico, «todo químico», afirmó. «Lo echo un poco pronto pero tiene que ser así». Lo importante era dejar las aceitunas en la cooperativa antes de volverse a Eggishorn. Tenía –tiene- su propio tractor y sus propios aperos. Discutimos un poco lo de si era bueno arar o no. Me contó que sus olivos estaban en llano, que él araba regularmente, “como siempre se había hecho”, pero que en algunas fincas en vez de arar pasaban el «rotovator» (creo que no le parecía concebible ninguna otra opción). Él veía un problema: que con el rotovator las hierbas volvían a salir a los dos días…Le dijimos que estaban en flor los olivos, y que era un año fantástico.
-Lo sé. Me manda fotos mi mujer por internet. También por el sur ha llovido. Pero nosotros tenemos riego desde hace unos años…
.. Y no como los del pueblo vecino -siguió contando-que no querían, no querían, «y ahora ven nuestra producción y dicen que sí quieren, ahora que ya no hay dinero, nada, ni un duro para la subvención… «. Nos dió muchos detalles sobre el coste y la amortización de la obra de regadío. Hablando mucho y muy rápido, como quien sólo tiene un pensamiento en la cabeza, un pensamiento fijo cuyos detalles repasa con todo cuidado (por ejemplo, a qué hora echaba el candado el 22 de octubre), nos contó la situación del mercado del aceite, cada vez peor pagado, y también el desastre de la gran producción. Pueblos que eran hectáreas y hectáreas y hectáreas de invernaderos. Moros, senegaleses, lituanos… y plástico, plástico, plástico, a una escala tal que los antiguos habitantes, sintiéndose en la luna, vendían la casa y se marchaban. Llegó la esperada retahíla: que para lo que pagaban en los invernaderos, muchos preferían quedarse en la cama y cobrar el subsidio. Pero claro, ¿y luego qué…?. Y de ahí pasamos al nihilismo. Afirmó categóricamente que la crisis no había empezado “todavía”, qué crisis ni qué crisis, y que….
(En ese momento ya había empezado a deshacerse la niebla. Lentamente. Nos habíamos sentado con el café en una mesita en la puerta de la cabaña, de espaldas al glaciar, y ya sentíamos el sol en el cuello. Nuestro hombre se sentó también y siguió contándonos.)
Su aventura con los calabacines. No sé si dijo que había plantado ¿mil o dos mil matas?. Pero que, haciendo cuentas, había perdido unos mil ochocientos y pico euros (recordaba las cifras exactas de todo), porque “el hijo de la gran puta que llegó en el jaguar” –procedente de cualquier multinacional de todos conocida- les pagó a ocho céntimos el kilo. ¡Ocho céntimos el kilo!.
¡Ocho céntimos de euro el kilo de calabacín!
(La niebla se levantó definitivamente, quizá asustada por nuestras exclamaciones. Hubo que quitarse la zamarra y hasta la chaqueta.)
… Y eso que sólo vendían calabacín de primera y segunda clase. Los de tercera, no –y al hablar hacía el gesto de estar seleccionándolos y tirándolos a un lado. Pero claro, luego llegaban al hiper y se encontraban los calabacines de tercera clase, ¡los desechados!… en venta y a 78 céntimos el kilo. Una locura. Fue entonces cuando llamó a su antigua jefa –pues de joven había estado por Suiza, con un tío suyo- y le preguntó si había algo para él. Allí le pagan bien –y unos francos extra de los clientes, todos los días-. Le pagan también el hotel, en la estación de Fiescheralp.
(No sé de dónde había salido, pero ahora teníamos un sol redondo, grande y generoso como el de Andalucía, dándonos de lleno en la cabeza. Llegó el nuevo funicular, cargado de japoneses y holandeses, y el camarero tuvo que levantarse a atenderles. )
Entonces aprovechamos para girarnos y ver por fin el glaciar. Paseamos un poco, hundiéndonos en la nieve y mojándonos mucho los pies. Sacamos algunas fotos. Rebuscamos en vano alguna genciana por la orilla de la pasarela, allí donde se derrite antes la nieve. Cuando llegó el momento de coger el funicular de vuelta, entramos a darle un beso de despedida al camarero. Se lo dimos. Le deseamos de todo corazón que pudiera volver pronto a casa. El nos dijo entonces, plantado en la puerta de la cabaña, con los brazos cruzados sobre el pecho, como un hombretón de las películas de John Ford.
– Yo esto lo hago por mi hija, sabéis. Está separada, y muy malamente…. Sola no puede pagarse el piso y yo se lo avalé al comprarlo. Si yo me vengo aquí nadie se queda en la calle. Calculo que en un año, entre el sueldo y las propinas, termino de pagarlo todo.
Cogimos en silencio el funicular. Hicimos un alto en Fiescheralp y conseguimos fotografiar gencianas. En la segunda imagen se ve en primer plano una Viola alpina. Detrás, un niño llamando a su perro, un cachorro que ha salido corriendo, desbocado y feliz, con la correa en la boca.
¿Tendrá nietos el camarero de Eggishorn?, nos preguntamos. Quizá sí. Hablará con los suyos a diario, le mandarán fotos. Pero cuando la niebla no quiere levantarse, y hay que palear la nieve para llegar a la cabaña, y el día no se termina nunca, y hace un frío de mil demonios, yo creo que lo que él ve delante, en medio y medio del glaciar, son sobre todo sus mil olivos, cuajaditos de aceitunas.
NOTA
No sé si hay alguna posibilidad de que este hombre lea el post algún día. Si así fuera, espero que no le parezca mal que se lo dedique. Cuento su historia como él nos la contó, con la misma confianza. Le agradezco la compañía que nos hizo, su calidez y su buen humor. Le pido mil disculpas por mi floja memoria y las posibles inexactitudes (el «hijo de la gran puta», ¿llegó en un jaguar o en un ferrari…?). Y si en algún párrafo me he tomado libertades excesivas (el último, por ejemplo), bastará con hacérmelo saber y corriendo lo suprimo (o el post entero).
Precioso relato, magnífica y vívidamente contado: esa es la unión europea, y no la de los burócratas (con una Directiva incitan a eliminar el olivar viejo, porque no es productivo, y con otra al lado llaman a protegerlo porque con sus huecos es fundamental para la hibernación de los pajaritos europeos en nuestro sur, y así todo)
Se me ocurre que este tipo de hombres encuentra un cierto placer en el sacrificio, en trabajar como burros con la excusa de salir adelante ( la excusa de todos) pero estos en particular, son del tipo que se apuntaba a las expediciones al Polo Norte, o seguían a Orellana en su locura en la selva, los hombres que componen las huestes de los hunos, los que le abrían la puerta del la tienda a Gengis Khan. Que este tenga sus mil olivos no es casualidad, ya que ellos sonsu particular ejército. Y me atrevo a decir que siempre habrá seres como ellos, con crisis o sin crisis, son los que sacan adelante a hijas separadas ( jóvenes e hipotecadas que no se atreven a emigrar) pero él sí, el deja a su mujer en casa y se larga a la aventura.
Algo de placer ha de encontrar en ello.
Muy bien contado Barbie, como siempre.
Bien visto, Emma, no había reparado en ese punto de vista
Hola Lansky y Emma
Pudiera ser. Mm. Lo que es seguro es que a él sí le gusta contarlo, no sé si por necesidad de hablar en su idioma, simplemente, o porque es consciente del valor de lo que está haciendo. Por eso me he atrevido yo a reproducir su relato (con las omisiones justas y necesarias), pues él no tiene reparos en compartirlo con cualquiera, cualquier perfecto desconocido. ¿Placer?. Puede ser. Ojalá lo sea. Ese placer aventurero le haría más llevadera una vida que, en todo caso, no ha elegido : si no lo hace, si no emigra, pierde él su propio piso o sus olivos (con lo que haya avalado a su hija). Pero no hay que dramatizar, por supuesto (¡él no lo hace, muy al contrario!). La necesidad y el «placer» son claramente compatibles, aunque haya momentos bajos, que sin duda los habrá.
P.D. . Este es un hombre de carne y hueso, como su familia, no un personaje de ficción. No sabemos gran cosa de él ni de los suyos así que : querido camarero de Jaén, si llegaras a leer esto, ¡perdona nuestras elucubraciones!.
Fantástica historia/encuentro y un tipo estupendo: «every inch a man». Si te leyera estaría encantado.
Mil olivos, sin ser un olivar tremedo – como los que se ven en Jaén – son muchos olivos, habida cuenta que se deben plantar en filas e hileras a 5 metros de distancia uno con otro. Lo que él llama ‘rotovator’ debe ser lo que más al sur llaman ‘arrastrón’: unas rejas rectangulares , grandotas, con pinchos que remueven la tierra mucho más rápidamente que con un arado, aunque no con tanta profundidad ni con tanta efectividad.
Pero entre el goteo, la poda de varetas, el abono, el rotovator, la recogida y el tansporte a la cooperativa y el molino… no debe salirle muy rentable. Ay, el tipo: sompiéndose para ayudar a la hija.
«He vivido por mis manos» – como creo que dijo Jorge Manrique, (si no recuerdo mal.)
Grillo
Every inch a man, eso es. Como John Waine pero mejor: relajado, con una sonrisa de oreja a oreja. Sus olivos deben de ser viejos porque producen mucho. Nos dijo, me parece, que rondaba los ¿cincuenta mil kilos?, ¿es una burrada?. Pero los gastos son inmensos, y si sólo tienen eso no viven dos familias , o una y media, ni de broma. bsss
(Yo entiendo por rotovator una fresa como la de las motoazadas, pero quizá él se refiriera a tu arrastrón?)
“quién ha visto sin temblar
mil olivos en un glaciar”
(Perdón por el remedo machadiano)
A mí el tipo también me recuerda un poco a John Wayne, pero no el de los weterns, sino el de ‘The quiet man’ (Un hombre tranqilo se tituló en España)
Ah, qué bonita, qué paisajes, y qué buena pareja hacía J.Wayne con aquella pelirroja!.
Precioso relato. Me ha encantado.
Gracias Maite. Pasamos una mañana en Eggishorn inolvidable, la verdad. No todos los días se encuentra una con un olivarero en una cabaña perdida de los Alpes, donde Jesucristo perdió el mechero. Bss
Me sumo a los elogios por lo bien que esta narrado y por el interes que tiene, y apunto que mientras iba leyendo tambien pense en el duro de buen corazon Sean Thornton en la puerta de su cottage. Por cierto, la secuencia bajo la lluvia con Maureen O’Hara en el viejo cementerio es uno de los momentos mas hermosos que nos ha dejado el cine, no?
(Me gusta mucho la foto de los dos perros en simetrico blanco y negro que aparece a veces en la cabecera del blog.)
¡Maureen O´Hara, voilá!. Gracias, Antonio.
Precioso relato, sigue contandonos más por favor. Este relato me ha emocionado muchísimo, me recuerda los primeros años que pasé en Spiez-pueblecito cerca de Interlaken- recordando a los nuestros. Yo pienso que este hombre no tendrá ningun placer de estar alli, yo creo que sera mas por obligacion con toda tristeza recordando a los suyos como me pasaba a mí aquel invierno de 1965. Una vez mas gracias por tu relato lleno de bondad.
Hola Miguel, gracias a tí por tu comentario. Quizá lo que este camarero sienta (¿?) es una mezcla de cosas; tendrá momentos buenos y malos, mejores y peores. Echa mucho de menos a los suyos, ¡cómo no!, pero es posible que también, en algún momento, se sienta orgulloso de sí mismo…y no es para menos. Tú has de estarlo todavía más, muchísimo más, pues las condiciones de trabajo a finales de los 50 no eran las de hoy. Un abrazo
sí,tienes razon. un abrazo