

Hay que imaginar el viento -la bofetada que te da el nordés al dejar atrás la duna-, y también, en ese mismo momento, el tacto en la cara de la arena de Laxe, la más fina y clara del mundo, pegajosa como el azúcar glas (¿depósitos del viejo lavadero de caolín, desmantelado en los años 70?).