Indian Summer (1ª parte)

Noviembre 2010

Otoño en el río Hudson, el cuadro más conocido de J. F. Cropsey fue mostrado al público por primera vez en la Exposición Internacional de Londres de 1862. Cropsey, nacido en Nueva York, llevaba ya varios años instalado en Inglaterra, de modo que el cuadro no lo pintó al natural, sentado con su caballete frente al bosque encendido de los Arriondack, un lánguido y fresco atardecer de octubre. Cropsey pintó este Otoño en el Hudson en una habitación de hotel junto al Támesis, sirviéndose de sus recuerdos y, sobre todo, de la colección de hojas secas y prensadas que habían viajado con él desde el Nuevo Mundo. El público londinense juzgó que el colorido de los árboles de aquel cuadro –arces, abedules, olmos, cerezos…– era sencillamente imposible: untrue, unbelievable. Así que, para convencerles de que su obra era el fiel reflejo de la realidad y no una idealización de gusto prerrafaelista, Cropsey instaló junto al cuadro un pequeño bastidor de cartón en el que fue colocando su colección de hojas secas. El éxito fue completo. A partir de ese momento el autor del lienzo quedo consagrado como pintor oficial del indian summer[1].

La anécdota está recogida en el catálogo de la exposición “Explorar el Edén. El paisaje americano del siglo XIX” que orgánizó hace unos años el Museo Thyssen. Algunos de los cuadros de esa exposición están aquí de forma permanente, en los fondos del Museo. Así que, gracias al buen gusto del difunto Barón (y a la cabezonería de su señora), a los ciudadanos de Madrid no les hace falta cruzar el océano para entender lo que significa el verano indio, el veranillo de San Martín o “verano en otoño” de la región de los Grandes Lagos. Basta con acercarse al Paseo de Recoletos y buscar El lago Greenwood por las salas del primer piso del Museo Thyssen. Es una de las últimas obras de Cropsey. Allí están, entre otras frondosas de hoja caduca, los protagonistas absolutos de septiembre y octubre: el arce rojo y el arce de azúcar, inflamando el bosque durante semanas antes de la entrada del invierno.

La explicación botánica vendría a ser ésta: la clorofila, pigmento verde encargado de realizar la fotosíntesis, empieza a trabajar menos cuando, hacia finales del verano, la disminución de horas de luz es ya perceptible, lo que coincide con las menores necesidades energéticas de las plantas y con la máxima acumulación de azúcares en las hojas. Comienza entonces la traslocación de esos azúcares hacia las raíces y otros puntos de almacenaje de reservas. Pero mientras ese viaje descendente concluye, durante las semanas anteriores a la caída de la hoja, la clorofila (que ya ha terminado su faena) le cede la plaza a otros pigmentos, esto es, a los amarillos, naranjas, escarlatas: los colores del ocaso, los mismos que vemos en el cielo de los primeros atardeceres de otoño, y en esos paisajes arrebolados del Museo Thyssen.


[1] Para la descripción literaria de lo que contenía el bastidor con hojas secas de Cropsey se encuentra en la obra de un contemporáneo, Colores de Otoño (Olañeta, 2002), el opúsculo de H. D. Thoreau sobre los bosques de su Massachussets natal: “No comprendo qué hacían los puritanos en esta estación –escribió– cuando los arces llamean de carmín. Sin duda no rezaban en estos bosques. Quizá por eso construyeron sus templos y los cercaron rodeándolos de caballerizas…”.

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